Eva se detuvo frente al espejo del pasillo. Algo había cambiado. Ya no era solo su reflejo lo que veía, sino algo más, algo que palpitaba detrás del cristal como un corazón oscuro. Extendió la mano y el frío del vidrio se transformó en una caricia húmeda, casi viva.
—¿Me estoy volviendo loca? —susurró.
Las paredes de la mansión parecían respirar a su alrededor. El papel tapiz, antes estático, ahora ondulaba como si una brisa invisible lo agitara. Eva parpadeó varias veces, pero la distorsión persistía. Cuando volvió a mirar el espejo, su reflejo le sonrió, aunque ella no estaba sonriendo.
—Sabes que no estás loca —dijo su reflejo con voz propia, una voz antigua, seductora—. Solo estás despertando.
Eva retrocedió, pero su espalda chocó contra otro espejo que no recordaba que estuviera allí. Giró bruscamente y se encontró con el mismo rostro, la misma sonrisa depredadora.
—Déjame en paz —exigió Eva, pero su voz tembló.
—¿Dejarte en paz? —La voz de la bruja resonó desde todos los espejos