El cuerpo de Eva se desplomó como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos. Lucian se abalanzó para sostenerla antes de que golpeara el suelo, pero algo en ella había cambiado. Su piel, normalmente cálida, irradiaba un frío antinatural que traspasaba la tela de su ropa.
—¿Eva? —susurró Lucian, acunando su rostro entre las manos.
Los párpados de Eva temblaron y se abrieron de golpe. Pero los ojos que lo miraban no eran los suyos. El ámbar cálido había sido reemplazado por un verde oscuro, casi negro, con destellos dorados que parecían danzar como llamas en la oscuridad.
Una risa gutural emergió de su garganta, una risa que no pertenecía a Eva. Era como si dos voces se entrelazaran: la suya y otra más antigua, más profunda, cargada de siglos de resentimiento.
—Por fin —dijo aquella voz dual mientras el cuerpo de Eva se incorporaba con movimientos fluidos, casi felinos—. Después de tanto tiempo, por fin estamos completas.
Lucian retrocedió, sintiendo cómo el aire a su alreded