El vestido negro se deslizaba como agua nocturna sobre la piel de Eva, ajustándose a cada curva con la precisión de una segunda piel. El corsé, adornado con hilos de plata que dibujaban símbolos antiguos —que ahora sabía no eran mera decoración—, le oprimía las costillas recordándole que respirar era un privilegio, no un derecho. Mientras observaba su reflejo en el espejo veneciano de la habitación que le habían asignado, no podía evitar pensar que parecía una muñeca de porcelana preparada para ser exhibida.
—Es hora —anunció Elise, la asistente vampira que Lucian había designado para ayudarla a prepararse.
Eva asintió, sintiendo cómo el peso de los pendientes de ónix tiraba de sus lóbulos. Sus ojos, delineados con kohl negro, le devolvían una mirada que apenas reconocía: salvaje, antigua, peligrosa.
—¿Cuántos vendrán? —preguntó, ajustando el guante de encaje que cubría la marca en su muñeca, aquella que había comenzado a cambiar, a extenderse como tinta viva bajo su piel.
—Los sufici