El cielo sobre la ciudad se había teñido de un naranja enfermizo. No era el atardecer, sino el reflejo de las llamas que devoraban el distrito norte. Era el tercer incendio en una semana. Eva observaba desde la ventana del apartamento de Lucian, con los dedos presionados contra el cristal como si quisiera tocar aquella destrucción que sentía tan suya.
—Esto es por mi culpa —murmuró, sin apartar la mirada del horizonte en llamas.
El reflejo del fuego bailaba en sus pupilas, otorgándole una apariencia sobrenatural. Lucian la observaba desde el otro extremo de la habitación, incapaz de acercarse demasiado. La tensión entre ellos se había vuelto insoportable desde que visitaron a la anciana.
—No puedes culparte por todo lo que está ocurriendo —respondió él, aunque su voz carecía de convicción.
Eva se giró bruscamente, con una sonrisa amarga dibujada en sus labios.
—¿No? Veintidós personas desaparecidas en tres días. Incendios que comienzan sin explicación. Testimonios de sombras que camin