El calor era sofocante. Cada respiración se sentía como inhalar fuego, y el sudor resbalaba por mi espalda como un río persistente. Llevábamos caminando tres horas bajo el sol implacable del desierto, y mi cuerpo comenzaba a protestar.
Marcus avanzaba delante de mí con esa determinación militar que tanto me irritaba. Su espalda ancha bloqueaba parcialmente el sol, creando una sombra intermitente que agradecía en silencio. Odiaba sentirme agradecida con él por algo tan insignificante.
—Necesito descansar —dije finalmente, deteniéndome y apoyando las manos en mis rodillas.
Marcus se giró, su rostro impasible como siempre, pero noté un destello de preocupación en sus ojos. O quizás era solo mi imaginación jugándome malas pasadas.
—Cinco minutos —concedió, extendiendo su cantimplora hacia mí—. Bebe despacio.
Tomé la cantimplora rozando sus dedos. Un contacto fugaz que envió una corriente eléctrica por mi brazo. Aparté la mirada, molesta conmigo misma por esa reacción involuntaria.
—¿Cuánt