El silencio puede ser ensordecedor. Lo comprobé mientras observaba el monitor que Damián había instalado en nuestra habitación provisional, un cuarto de mantenimiento abandonado en el subsuelo del complejo. Las imágenes de las cámaras de seguridad que habíamos hackeado mostraban un patrón de guardias demasiado perfecto, demasiado cronometrado.
—Esto no me gusta —murmuré, señalando la pantalla—. Mira cómo se mueven. Es como si supieran exactamente dónde mirar.
Marcus se inclinó sobre mi hombro, tan cerca que podía sentir su respiración en mi nuca. Un escalofrío me recorrió la espalda, pero me obligué a mantener la compostura.
—Tienen un patrón de quince minutos —confirmó, su voz grave resonando en el pequeño espacio—. Pero hay algo más.
—Están esperando —completé su pensamiento—. Saben que estamos aquí.
Damián, que trabajaba en descifrar los códigos de acceso al sector restringido, levantó la mirada de su ordenador.
—¿Crees que es una trampa?
—No lo creo —respondí—. Estoy segura.
El ai