El amanecer se filtraba por las rendijas de la persiana, dibujando líneas doradas sobre el suelo de la habitación. Me quedé observándolas, tumbada en la cama, como si en aquellos rayos de luz pudiera encontrar respuestas. Había dormido apenas unas horas, con un sueño inquieto plagado de rostros sin nombre y voces que susurraban verdades a medias.
Dicen que la línea entre el amor y el odio es tan fina que a veces ni siquiera existe. Pero ¿qué hay de la línea entre la confianza y la traición? ¿Entre el deber y el deseo? ¿Entre lo correcto y lo necesario? Esas líneas, antes tan claras en mi mente, ahora se desdibujaban como tinta bajo la lluvia.
Marcus dormía en la habitación contigua. Podía sentir su presencia a través de la pared, como una sombra protectora y, al mismo tiempo, amenazante. Habíamos llegado a este refugio temporal en las afueras de Estambul la noche anterior, después de tres días moviéndonos constantemente. Tres días en los que algo había cambiado entre nosotros. Algo su