La mañana siguiente me encontré llevando agua del pozo a la ducha de mis anfitriones. Conocía sus rutinas y caprichos lo suficiente como para evitar provocar su ira, pero el destino, cruel como siempre, puso a Astrid en mi camino.
—Lleva esto a mi casa —ordenó sin siquiera mirarme, como si hablara con un mueble.
Asentí con una sonrisa amplia y estudiada, el único escudo que nunca me fallaba.
Mientras llenaba su bañera, no pude resistir la tentación. Trituré meticulosamente raíces picantes que había recolectado en la montaña y las mezclé con su shampoo. Nada que pudiera lastimarla seriamente, pero suficiente para recordarme que aún tenía cierto control sobre mi vida.
Al regresar, la señora Teresa me esperaba con su acostumbrado saludo matutino: una bofetada que resonó en el silencio del pasillo. El ardor en mi mejilla era intenso, pero mi sonrisa no se quebró.
—Señora, lamento la demora. El desayuno estará listo pronto.
Ese día, la conversación entre Orion, Teresa y Soren giraba en tor