capítulo 5

—¿Eres sorda o simplemente estúpida? —La voz de Astrid, la futura beta e hija de Rod, cortó el aire como un latigazo.

Cuando las cosas no salían como ella quería, siempre buscaba desahogarse con quienes no podíamos defendernos. Sus palabras eran más afiladas que cualquier garra y dejaban cicatrices más profundas.

Bajé la vista, como tantas veces antes, y esbocé una sonrisa. Era mi escudo, mi armadura. Si mi rostro mostraba placidez, quizás no notarían las grietas que recorrían mi alma.

—Astrid, por favor, date prisa —su amiga Daniela tiró de su brazo—. Los guerreros están por llegar y quiero ver a Atlas. Hace meses que no viene, y aunque estemos de duelo, al menos podremos verlo.

Astrid se detuvo, clavándome sus ojos cargados de desprecio.

—No servirás a los guerreros esta noche. En cambio, subirás a la montaña a buscarme frutas silvestres. Lavarás mi ropa a mano, cumplirás con mis deberes y no descansarás hasta terminar.

—Pero, señorita, mis anfitriones esperan que... —

—¿¡Acaso te atreves a llevarme la contraria!?

—Sería incapaz —respondí, mostrando la sonrisa más amplia y falsa que pude fabricar, mientras la humillación ardía en mi pecho.

La montaña era traicionera, incluso para un lobo en su plenitud: bestias salvajes, renegados sin manada… y los hitch, esos espectros ancestrales que, según las leyendas, podían arrancarte el alma con un simple roce.

Mis grilletes me hacían torpe y ruidosa, pero tras años de arrastrarlos, se habían convertido en una extensión más de mi cuerpo.

De regreso, un sonido me heló la sangre. Una respiración entrecortada, quebrada, como la de un animal herido de muerte. Aferré mi cuchillo con la débil esperanza de llevar algo de carne a casa. Pero lo que encontré no era ninguna bestia.

Era él.

El “alfa humano”. El que todos en la manada ridiculizaban a sus espaldas.

Pero lo que vi en sus ojos no era debilidad. Estaba atrapado en las garras de un ataque de pánico, algo que reconocí al instante, porque mi amiga Azura los padecía.

Sin pensarlo, tomé su rostro entre mis manos, guiándolo para que fijara la mirada en un punto fijo, tal como me enseñaron.

Y entonces, realmente lo vi.

Sus facciones eran fuertes, esculpidas con una belleza salvaje que jamás había encontrado en ningún hombre lobo. Sus ojos, de un rojo intenso como la sangre bajo la luna llena, parecían incendiar la penumbra del bosque.

Un estremecimiento me recorrió el espinazo, obligándome a apartar la mirada.

Tardó en recuperar la calma. Cuando lo hizo, tomó mi mano entre las suyas.

Me estremecí, no solo por el contacto inesperado, sino porque sus ojos habían cambiado de color, volviéndose del tono de las nubes de tormenta, como si en su interior librara una batalla entre dos naturalezas opuestas.

Me ofreció pan. Simple pan. Algo tan mundano, pero tan invaluable en mi mundo de privaciones. Dijo que era para mí, aunque apenas nos conocíamos.

Aquel acto de generosidad espontánea me golpeó con más fuerza que cualquier castigo.

¿Qué clase de hombre hacía algo así por alguien como yo?

Por un instante, permití que mi imaginación volara hacia lo imposible: un alfa como él. Un alfa humano, fuerte no por el lobo que llevaba dentro, sino por la fortaleza de su corazón.

Y entonces, fui egoísta.

Le conté un secreto que debería haber guardado para siempre: la verdad sobre la muerte de su padre.

En el fondo, esperaba que eso lo hiciera quedarse, aunque sabía que si lo hacía, solo encontraría sufrimiento.

El resto del día lo dediqué a cumplir las tareas de Astrid. Aunque era mayor que ella, sus deberes no me resultaban complicados. Estar entre libros era infinitamente mejor que servir a hombres borrachos durante el velorio.

Aun así, cada sonrisa que mostraba al cumplir sus órdenes era un recordatorio cruel: era una prisionera, y mi felicidad no era más que una máscara cuidadosamente elaborada.

Cuando la medianoche envolvió el campamento, me acerqué al lugar del funeral. Desde la distancia vi a la madre y al hijo humano, completamente destrozados.

Ella lloraba sin consuelo, abandonada a un océano de dolor.

Él parecía haberse quebrado por dentro, como si algo esencial se hubiera roto en su alma.

Un impulso irracional me hizo querer acercarme… hasta que la voz de doña Teresa me atrapó como un grillete invisible.

—¿Dónde te habías metido, muchacha? —Me abofeteó y ordenó a los guardias que me arrastraran a la sala de castigos.

No protesté. Sonreí. Siempre sonreía.

Ni siquiera los quince golpes de la vara de abedul lograron arrancarme esa sonrisa, aunque sentí cómo la piel de mi espalda se abría con cada azote.

Sonreír los incomodaba, los confundía, y esa pequeña rebelión silenciosa era mi única venganza.

Al llegar a nuestra tienda, saludé a mi abuelo y le entregué el pan que había guardado como un tesoro.

—¿Un pan con carne? —sus ojos ciegos se abrieron con sorpresa, como si pudiera ver a través del aroma que despedía—. ¿De dónde ha salido esto, niña?

Él sospechaba. Sabía que no era un regalo cualquiera.

Yo también lo sabía: había pagado con palabras peligrosas, con secretos que podían costarme la vida.

Y, sin embargo, lo hice... por él.

Por el hombre de ojos rojos y grises que, en un solo encuentro, había logrado atravesar todas mis sonrisas falsas.

—Lilith, ¿sabes por qué llevas ese nombre? —preguntó mi abuelo, su voz cargada de un significado que siempre eludía comprender.

Claro que lo sabía. Siempre me lo recordaba en momentos como este.

Lilith, la mujer de las noches oscuras, la que caminaba con el viento, la que podía hechizar con solo una mirada.

Para algunos, una guardiana ancestral. Para otros, una maldición caminante.

Yo no quería ser como ella.

No quería ser recordada como un demonio, como una paria.

Pero cada sonrisa falsa que dibujaba en mi rostro, cada mentira que vivía para sobrevivir, me acercaba más a ese destino inevitable.

—El día que entiendas tus orígenes, comprenderás quién eres en realidad —dijo mi abuelo con voz grave, como si pronunciara una profecía.

No respondí. El agua caliente quemó mis heridas abiertas mientras me bañaba en silencio. Cerré los ojos con fuerza para evitar que las lágrimas traicionaran mi dolor.

Y esa noche, cuando por fin me acosté en mi pequeño rincón, lo último que recordé antes de que el sueño me venciera fue su rostro: aquel rostro hermoso y definido, marcado por una humanidad que brillaba con más fuerza que cualquier esencia lobuna.

El único capaz de arrancarme una sonrisa que, por primera vez en mucho, mucho tiempo, no era fingida.

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