Mundo ficciónIniciar sesiónEl aire en la residencia olía a pino noble y carne de venado, una mezcla que debería ser acogedora, pero que se sentía como una trampa perfumada. La familia ya estaba comiendo cuando entramos, y cada clic de cubiertos contra la porcelana sonaba como un veredicto. Mis ojos se aferraron a ellos, buscando en sus rostros la razón por la que mi padre nos había cambiado por esta perfección de escaparate.
La mujer que ocupaba el lugar de mi madre era alta y esbelta, con una belleza tan delicada que parecía tallada en hielo. Junto a ella, una niña —mi media hermana— era su réplica exacta: cabello de azabache, ojos grises como la ceniza y esa piel moreno claro que todos aquí compartían como un estandarte de pureza. Un sello de linaje que yo no llevaba.
Pero fue el chico —Ryan— quien captó mi atención. Sumergido en su celular, sus dedos danzaban sobre la pantalla con una destreza que desentonaba en este lugar de garras y colmillos. Llevaba el mismo cabello castaño desordenado que mi padre y que yo. Nuestras similitudes físicas eran innegables: la misma altura, la complexión atlética, la mandíbula cuadrada. Éramos dos versiones de un mismo molde, separadas por el accidente de quién era nuestra madre. Y, sin embargo, su indiferencia era un muro. ¿Realmente no le importaba nuestra presencia o era una máscara tan pulida como la sonrisa de Camila?
Un nudo de incomprensión me apretaba el pecho. Esta familia, este castillo en las nubes, esta mujer de hielo y sus hijos perfectos... ¿por qué no habían sido suficientes para él?
Antes de que el nudo me ahogara, Camila se levantó. Su aproximación no fue un simple caminar; fue un despliegue calculado de elegancia y poder.
—Lina —dijo, y su voz era tan suave como la seda—. Soy Camila, la Luna de esta manada. Francamente, nunca anticipé este momento. —Extendió una mano impecable. La mano de mi madre, callosa y temblorosa, se encontró con ella en un apretón que era todo menos un saludo. Era una medición de fuerzas—. Mi más sentido pésame. Kharid... era un hombre complejo.
Los ojos de Camila, del color del granito, se posaron en mí.
Al sentarnos, la abundancia en la mesa me pareció obscena. Suficiente para alimentar a veinte, para nosotros seis. La opulencia era un mensaje claro: esto es lo que perdiste.
—¿Esperamos a alguien más? —pregunté, incapaz de contener la punzada de ironía.
Mi madre respiró hondo.
Sus grandes ojos grises me escudriñaron sin piedad.
Mi corazón se encogió. Me preparé para el rechazo, el insulto, la violencia. En mi mundo, los extraños eran una amenaza. Pero sus pequeños dedos se cerraron alrededor de los míos.
Un calor inesperado, frágil y desarmante, floreció en mi pecho. Era un puente tendido en el abismo.
El momento se rompió cuando Camila volvió su mirada a mí, y la ternura se esfumó.
Mi madre se puso de pie de un salto, la silla chirriando contra el piso de piedra.
Ella asintió, un movimiento lento y deliberado.
Fue entonces cuando Ryan, sin levantar la vista de su teléfono, soltó un comentario que cortó el aire como un cuchillo:
El silencio que siguió fue absoluto. Hasta mi madre contuvo la respiración. Sentí todas las miradas clavadas en mí, esperando mi reacción. Ryan finalmente alzó la vista, una sonrisa burlona en los labios.
Camila lanzó una mirada de advertencia a su hijo, pero yo no aparté la vista de Ryan.
Ryan guardó su teléfono lentamente, por primera vez completamente enfocado en mí. La burla había desaparecido de sus ojos, reemplazada por una curiosidad fría y calculadora. Había subestimado a la fiera humana, y ahora la estaba reevaluando.
—Lina —continuó Camila, cambiando rápidamente de tema como si el intercambio no hubiera ocurrido—, no soy tu enemiga. Si lo deseas, el puesto de Luna te pertenece. Yo puedo... apartarme.
Mamá se levantó, su decisión final tallada en cada línea de su cuerpo.
Mientras seguía a mi madre hacia la salida, mis ojos se encontraron con los de Ryan. Por un instante, su mirada se despegó de la pantalla. No había indiferencia allí, sino una evaluación fría y calculadora. Un desafío silencioso. Le había demostrado que no era el humano débil que esperaba.
Sin pensarlo, mientras pasaba junto a la mesa rebosante, tomé dos panes y los rellené con tanta carne como pude. No era hambre. Era un acto de rebelión. Un recordatorio de que, en este mundo de apariencias, yo no jugaría sus juegos.
Al salir, el viento de la montaña me golpeó como una bofetada. Guardé los panes en mi chamarra, su peso insignificante contra el nuevo yugo que sentía sobre los hombros. El niño que solo anhelaba ver a su padre había muerto en esa residencia. Lo que salía caminando era un fantasma con sangre de Alfa, un heredero de un trono de espinas, atrapado entre dos mundos que se disputaban su alma.







