Mundo ficciónIniciar sesiónLa capilla de la Diosa Luna se alzaba ante nosotros, sus vitrales bañados por la pálida luz del amanecer. Nuestros pasos resonaban en el suelo frío, y cada rayo de sol que se filtraba por las vidrieras parecía observarnos con juicio ancestral. Avanzamos directamente hacia el féretro, y aunque mi madre dejó escapar algunas lágrimas, noté cómo su cuerpo se mantenía rígido, desafiante. Su postura erguida era su última ofrenda a mi padre —un acto de dignidad frente a quienes alguna vez la despreciaron—.
Cuando recuperó el aliento, cerró los ojos y elevó una plegaria que, aunque breve, cargaba el peso de diecisiete años de amor:
—Mi querida Diosa, acoge a tu siervo en tu manto plateado. Te agradezco cada risa, cada mirada, cada instante que le diste a mi lado. Permite que ahora te sirva en tu reino celestial y que su espíritu corra libre entre tus bosques eternos.
Luego se inclinó sobre el cuerpo sin vida, y su susurro fue tan íntimo que casi lo arrebató la brisa matutina:
—Amor… aunque mis dioses y los tuyos nunca se hayan mirado a los ojos, te ruego que nos permitan encontrarnos en la próxima vida.
Al escucharla, sentí cómo mi corazón se hendía en dos. Cuando fue mi turno, un dolor tan vasto y profundo me consumió que me dejó seco por dentro. Las lágrimas se negaban a caer, acumulándose en mi pecho como piedras. Tomé su mano —ya fría, ajena— y apreté con la fuerza de quien se aferra a un precipicio:
—Nos veremos. Te lo prometo.
Necesitaba escapar de aquel aire cargado de duelo y miradas furtivas. Salí al exterior jadeando, pero cada bocanada de aire fresco sabía a ceniza. Caminé sin rumbo, dejando que mis pies me llevaran a través de senderos iluminados por el sol naciente, hasta que mis piernas cedieron bajo el peso y me desplomé al pie de un roble anciano. Cerré los ojos, deseando que la tierra me tragara.
Entonces, unas manos pequeñas pero firmes tomaron mi rostro. Sus palmas estaban ásperas por el trabajo, pero su tacto era gentil.
—Mírame —susurró una voz que sonaba a campana distante—. Respira conmigo… profundo… y ahora suelta.
Sus ojos eran de un gris hipnótico, como tormentas contenidas en un cielo sereno. En sus labios se dibujaba una sonrisa, pero no era de alegría: era un gesto tan automatizado, tan aprendido, que parecía una máscara tallada en su rostro. La sonrisa de quien ha tenido que apaciguar a sus amos desde que tiene memoria.
Seguí sus instrucciones mecánicamente, y poco a poco el nudo de hierro en mi pecho comenzó a ceder. El dolor no desapareció, pero al menos el aire volvió a mis pulmones.
Al observarla mejor, contuve la respiración. No se parecía a nadie que hubiera visto antes. Su cabello negro azulado brillaba bajo el sol como si estuviera tejido de noche estelar. Su rostro era anguloso, demarcado por una desnutrición que me golpeó con fuerza. Su ropa —andrajos, realmente— le quedaba grande, y fue entonces cuando vi los grilletes en sus tobillos, tan oscuros como el secreto que cargaban.
—Eres la chica del patio, ¿verdad? —pregunté, con la voz aún quebrada.
Ella exhaló y se sentó a mi lado, su hombro rozando el mío.
—¿La que patearon en el comedor? Sí, esa fui yo. —Su sonrisa se tensó levemente, un reflejo condicionado que no alcanzaba a ocultar el dolor en sus ojos—. Pero juro que no quería robar. Mi amo me ordenó lavar la ropa antes de la ceremonia. Hoy llegan los soldados a rendir tributo… y después de todo, soy una esclava. —Bajó la cabeza, y en ese gesto vi toda la humillación del mundo.
—Nunca lo pensé —dije con suavidad—. De hecho… te traje esto. —Saqué los panes rellenos de mi bolsillo, ahora un poco aplastados—. Iba a buscarte para dártelos, pero… la vida tuvo otros planes.
—¿Te refieres a cuando el dolor intentó ahogarte?
Sus palabras, tan directas y verdaderas, me desarmaron. Asentí en silencio. Ella sonrió de nuevo, pero esta vez el gesto fue más genuino, como si por un momento hubiera bajado la guardia. Sus ojos se posaban en el pan con un hambre que me partió el alma. Se lo ofrecí, y lo tomó con manos que temblaban levemente, devorando uno con voracidad contenida mientras guardaba el otro con cuidado.
—¿Por qué no te comes ambos? —pregunté.
—Es para mi abuelo —respondió, su voz un hilo de seda—. Está ciego y muy débil. No puede ir al comedor, y, como habrás notado, esta manada se desmorona. Sin un Alfa… pronto seremos polvo.
Sus palabras me golpearon con la fuerza de un martillo.
—Ven con nosotros —supliqué, tomando su mano—. Mi madre y yo tenemos medios. Podemos sacarte de aquí, darte una vida digna. No pido nada a cambio.
Ella bajó la mirada, mordisqueando su labio inferior hasta hacerlo sangrar.
—Lo siento… mi abuelo nunca aceptaría. Cree tener una deuda de honor con esta manada y no se irá hasta pagarla… o morir en el intento.
Iba a insistir, pero en sus ojos vi una determinación tan feroz que me callé. Ella se levantó para marcharse, pero de pronto se detuvo y volvió sobre sus pasos. Su sonrisa habitual había desaparecido, reemplazada por una urgencia que contrajo sus facciones.
—Tienes que tener cuidado —susurró, acercándose tanto que su aliento cálido rozó mi oído—. Hace algunas lunas, mientras cumplía castigo en los campos, escuché voces… Decían que tu padre no murió en batalla. Alguien envenenó su copa, debilitó su corazón para asegurarse de que cayera.
El mundo se detuvo. Sentí cómo la tierra se abría bajo mis pies.
—¿Quién? —logré articular con la voz rota.
Ella negó con la cabeza, sus ojos nublados por la frustración.
—No pude ver sus rostros… solo escuché risas. Como de hienas.
Y antes de que pudiera decir otra palabra, se desvaneció entre los árboles iluminados por el sol de la mañana, dejándome con un secreto que pesaba más que todos los grilletes del mundo, y con la certeza de que la muerte de mi padre era solo el primer acto de una tragedia que recién comenzaba.







