La celda olía a moho mezclado con sudor rancio. Alessandro llevaba horas sentado en el camastro de metal, con los codos apoyados en las rodillas y la mirada fija en el suelo de concreto agrietado.
Le habían quitado los cordones de los zapatos, el cinturón, hasta el reloj. Lo único que le quedaba era su nombre real, el que había intentado enterrar bajo meses de mentiras y supervivencia.
Alessandro Strozzi.
Durante tanto tiempo había sido Noah Priego: el obrero callado, el hombre que se enamoró de una diseñadora de interiores sin saber que ese amor iba a ser lo único real en medio de todo el caos.
Ahora ese hombre había desaparecido.
Alessandro se puso de pie abruptamente, acercándose a los barrotes. El oficial de guardia lo miró con recelo.
—Necesito hacer una llamada —dijo Alessandro, con la voz ronca—. Tengo derecho a una llamada.
El oficial lo evaluó un momento antes de asentir.
—Diez minutos.
Lo escoltaron por un pasillo estrecho hasta una pequeña sala con una mesa metálica atorni