La celda de Regina Coeli olía a desinfectante industrial y a desesperación acumulada. Alessandro había dormido apenas dos horas, acosado por pesadillas que se repetían en bucle: Valeria testificando y desapareciendo entre sombras, Biagio sonriendo desde el estrado con esa sonrisa de depredador satisfecho, Nico muriendo una y otra vez, la sangre expandiéndose sobre concreto frío.
Se levantó con rigidez dolorosa en la espalda, cada vértebra protestando como si hubiera envejecido años en semanas. El frío de la celda se le metía hasta los huesos, un frío que ninguna manta delgada podía combatir. El único calor que recordaba era la sensación del cabello de Valeria bajo su barbilla, el peso de su cuerpo anclándolo a la realidad en México, sus dedos entrelazados con los suyos mientras dormían enredados en el sofá de su departamento.
Esa era la única realidad que le importaba.
A las siete de la mañana, los guardias lo escoltaron a la sala de conferencias. Mismas paredes grises, misma mesa met