Noah se quedó helado. El aire pareció atascarse en su garganta. Sus labios se entreabrieron apenas, pero no salió palabra.
Lo sabía —repitió Angélica, con esa sonrisa ladeada que cortaba más que cualquier palabra.
—No sé de qué hablas —murmuró al fin, con un tono bajo, áspero. Se obligó a dar media vuelta hacia la mesa, como si la conversación no tuviera importancia.
Pero ella no dejó de mirarlo. Lo rodeó despacio, como una cazadora segura de su presa, hasta sentarse frente a él. Sus ojos lo diseccionaban con calma.
—Oh, claro… entonces eres Noah, el obrero con manos curtidas, ¿no? —su voz destilaba ironía—. Qué conveniente. Debió costarte mucho acostumbrarte… Alessandro.
Un pulso de rabia y pánico le recorrió las venas. Noah apretó la mandíbula, clavando la mirada en ella con un frío implacable, como si pretendiera que sus ojos fueran un muro infranqueable.
Maldijo en silencio, recostándose apenas contra la silla, adoptando una calma impostada que rozaba la arrogancia, como si lo