La polvareda levantada por las camionetas aún flotaba en el aire cuando los hombres descendieron. Llevaban rifles oxidados, uniformes disparejos y miradas duras, curtidas por el desierto. No eran soldados regulares, eso estaba claro; parecían más bien campesinos armados que habían decidido tomar justicia por su cuenta.
Uno de ellos, el de mayor edad, levantó la voz:
—¡Estamos hartos de que ese demonio controle nuestras tierras! Si están contra él, entonces están con nosotros.
Luca apuntó su arma, sin bajar la guardia.
—¿Y cómo sabemos que no trabajan para el mismo al que dicen odiar?
El hombre escupió en la arena.
—Porque si trabajáramos para él, ya estarían muertos.
Eva lo miró con desconfianza, pero había algo en su tono, en la rabia contenida de su mirada, que no parecía fingido.
El Contador no se movió. Permanecía erguido, sus hombres formando un semicírculo a su alrededor. Sus ojos fríos observaron a los recién llegados como si fueran moscas molestas.
—Campesinos armados… —murmur