La camioneta se internó en una zona de cañones secos, donde la tierra rojiza formaba pasadizos naturales. El sol apenas se filtraba en destellos anaranjados, y por primera vez desde el túnel, Eva sintió un respiro. El eco del motor se mezclaba con el zumbido de los insectos, como si aquel lugar estuviera fuera del alcance del Contador.
Miguel condujo hasta detenerse en un claro estrecho. Allí había más vehículos, escondidos bajo lonas y ramas secas. Hombres y mujeres de la milicia aguardaban, algunos armados, otros atendiendo heridos. El ambiente era tenso, pero no hostil.
—Bienvenidos a nuestro refugio —dijo Miguel al descender—. No es mucho, pero aquí el Contador no se atreve a entrar tan fácilmente.
Eva bajó, con la carpeta pegada a su pecho. Luca no soltaba su pistola. Marina miraba alrededor con una mezcla de temor y esperanza. Santiago, tambaleante, se apoyó en el costado de la camioneta, sangrando más de lo que quería admitir.
Una mujer de la milicia se acercó con vendas y agua