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Capítulo 11: Pétalos y espinas.

— Los rumores son como pétalos de ciruelo — susurró Mei, peinando el cabello de Aisha con dedos ágiles mientras Lián ajustaba los pliegues de su vestido — Una vez que el viento los lleva, no hay forma de detenerlos.

Aisha observó su reflejo en el espejo de bronce. Los rumores ya habían tejido su propia historia: "El Octavo Príncipe ha dormido en sus aposentos", "La concubina del Pabellón del Invierno tiene su favor", "Nadie ha sobrevivido tanto tiempo cerca de él".

Pero ella no era una concubina. No del todo.

El camino de regreso a su pabellón estuvo plagado de miradas. Los sirvientes se inclinaban más bajo, los guardias evitaban su contacto visual, y hasta las flores del jardín parecían inclinarse hacia ella, como si el simple hecho de haber dormido en la habitación del príncipe la hubiera bañado en un aura peligrosa.

— ¡Alteza! — Lián abrió las puertas del Pabellón de Invierno con una reverencia exagerada, y Aisha contuvo un suspiro.

El interior estaba colmado.

Cofres lacados en rojo y oro, sedas brocadas con dragones y fénix, joyas que brillaban como estrellas robadas del cielo, frascos de perfumes tan densos que el aire olía a opulencia ahogante.

— ¿Qué es esto? — preguntó Aisha, rozando un abanico de marfil tallado con escenas de caza.

— Regalos, Alteza — Mei se mordió el labio — de los nobles y funcionarios.

— ¿Por qué? — Las doncellas se miraron. Mei jugueteó con un pliegue de su vestido antes de responder.

— Porque ahora creen que usted tiene el favor del príncipe — explicó Lián con cuidado — y el favor del príncipe es poder.

Aisha cerró los ojos. El olor a incienso y metal precioso le revolvió el estómago. No eran regalos. Eran trampas.

— Devuélvanlos.

Las doncellas se quedaron inmóviles.

— Alteza… — Mei tragó saliva — devolverlos sería un insulto.

— ¿Y aceptarlos no lo es? — Aisha levantó un collar de perlas, sintiendo su peso frío contra sus dedos — ¿Creen que puedo ser comprada?

Lián bajó la voz — No es cuestión de comprar, Alteza. Es política. Rechazarlos sería como escupir en la cara de quienes los enviaron.

Aisha apretó los puños — Entonces yo me encargaré.

El camino hasta el Salón del Dragón Negro estaba flanqueado por estatuas de guerreros antiguos, sus rostros erosionados por el tiempo, pero aún amenazantes. Aisha sintió sus miradas de piedra clavarse en su espalda mientras avanzaba, los tacones de sus zapatos repiqueteando sobre los azulejos de jade como una advertencia.

Cuando por fin empujó las puertas talladas con runas, el salón estaba en silencio, pero no vacío: Ragnar y Dain trabajaban, el aire entre ellos cargado como antes de una tormenta.

El general Dain, de pie junto a la ventana, giró hacia ella con los ojos ligeramente abiertos —¿Alteza?

Ella lo saludó con una sonrisa rápida antes de dirigirse al príncipe, quien estaba sentado tras su escritorio, rodeado de pergaminos y tinteros.

— ¡Ragnar!

El príncipe alzó una ceja.

El general Dain frunció el ceño. «¿Por qué me saluda primero a mí?»

Ragnar no dijo nada, pero sus dedos se detuvieron sobre el documento que estaba leyendo.

— Necesito un favor — declaró Aisha, y antes de que alguien pudiera reaccionar, se sentó directamente en sus piernas.

El aire se cortó.

Dain contuvo la respiración.

Ragnar, por su parte, quedó tan paralizado que ni siquiera parpadeó.

— ¿Desde cuándo pides favores así? — murmuró, su voz más ronca de lo habitual.

Aisha ignoró la pregunta — Unos hombres llenaron mi pabellón de basura.

— ¿Basura?

— Regalos. Joyas, sedas, perfumes. Para mí es lo mismo.

Ragnar esbozó una media sonrisa — ¿Y qué quieres que haga?

— Que los devuelvas.

— ¿Todos?

— Todos.

El príncipe la estudió, y por primera vez en mucho tiempo, algo parecido a la ternura asomó en sus ojos dorados.

— ¿No te gustan los regalos, pequeña sanadora?

— Me gusta lo que me gano — respondió Aisha, sosteniendo su mirada — No quiero que me den cosas solo porque creen que tengo tu favor.

El general Dain observaba la escena con una mezcla de fascinación y preocupación. «Ella no entiende el juego… o lo entiende demasiado bien.»

Ragnar soltó una risa baja, casi un gruñido — ¿Y qué tienes tú que merezcas, entonces?

— Tengo un techo. Comida. Dos doncellas que me sirven — Aisha inclinó la cabeza — ¿Qué más necesito?

El príncipe guardó silencio.

Dain, en cambio, sintió que algo se desgarraba en su pecho. Inocencia. Sencillez. Cualidades que no tenían cabida en un palacio donde hasta el aire estaba envenenado de ambición.

— Como ordene, Alteza — murmuró Ragnar al fin, y su mano, casi sin querer, se posó sobre la de Aisha — Pero deberías quedarte con algo. Al menos… un recuerdo.

Ella negó con la cabeza — No necesito recuerdos de gente que solo me ve como un escalón.

Ragnar la miró como si acabara de descubrirla por primera vez.

Y el general Dain…

Dain supo, en ese instante, que estaba perdido. No por lealtad, no por deber, sino por esa luz obstinada en los ojos de Aisha que le recordaba por qué alguna vez había empuñado una espada: para proteger algo que valía la pena.

Esa misma tarde, cuando el sol comenzaba a teñir el palacio de rojo, el decreto imperial llegó. Mei corrió hacia Aisha con el mensaje, pero el general ya se había alejado, su silueta desapareciendo entre las columnas como un fantasma condenado a repetir su propio error.

— Alteza... — murmuró, inclinándose — Esta noche el salón se vestirá de máscaras. El Emperador ordena un baile en su honor.

Aisha miró por la ventana. En los jardines, los sirvientes ya encendían las linternas de seda, preparando el camino que ella tendría que recorrer bajo la mirada de cien serpientes disfrazadas de cortesanos.

No respondió. En sus manos sostenía una pequeña caja de laca negra, entregada por un sirviente del príncipe. Dentro, sobre un paño de seda azul, descansaba una horquilla de plata. No era una joya cualquiera: las hojas estaban talladas como garras de lobo, y en su centro, una piedra lunar brillaba con el mismo fulgor pálido que los ojos de Ragnar en la oscuridad.

—¿La usará, Alteza? — preguntó Lián, conteniendo la emoción en su voz.

Aisha no necesitaba responder. Las doncellas ya sabían que, esa noche, entraría en el salón de bailes con el favor del Octavo Príncipe grabado en su cabello. Mientras las últimas perlas se anudaban en su peinado, el eco de los violines ya se filtraba por los corredores del palacio, llamándola hacia el festejo.

Y allí, bajo el techo abovedado del Gran Salón del Crisantemo, el mundo parecía haberse detenido para admirarla. Mil lámparas doradas ardían, arrojando destellos sobre los vestidos de las damas, tan vibrantes como pétalos arrancados de un jardín prohibido: rojos profundos, azules eléctricos, verdes que brillaban como escamas de serpiente. Los funcionarios, con sus túnicas bordadas en hilo de oro, murmuraban entre sí, sus miradas siguiendo cada movimiento de Aisha.

Ella caminaba con la cabeza alta, la horquilla de plata reluciendo entre su cabello oscuro. Pero por dentro, cada paso era una batalla. Los murmullos la seguían como sombras:

— Dicen que el príncipe la visitó en su pabellón...

— ¿Una salvaje entre nosotros? Qué vergüenza.

— No sabe ni sostener una taza, ¿y quieren que sea concubina?

Ragnar, desde su trono elevado, no apartaba los ojos de ella.

Fue durante el servicio de té cuando las damas de la corte decidieron atacar.

— Alteza — dijo una de ellas, la Dama Lihua, con una sonrisa dulce como veneno — ¿No nos honraría sirviéndonos?

Aisha contuvo el aliento. Sabía lo que pedían: el Cha Dao, el ritual del té imperial, un baile de movimientos precisos que jamás le habían enseñado.

Las risas cuchicheantes crecieron cuando tomó la tetera con manos torpes. El líquido dorado se derramó sobre la mesa, manchando el brocado blanco como una herida.

— ¡Qué pena! — suspiró la Dama Ling Mei, fingiendo lástima — En las montañas, ¿no toman té?

— En las montañas — replicó Aisha, con voz fría — bebemos la sangre de quienes nos insultan.

El silencio cayó como un hacha.

Y entonces, una voz cortó el aire:

— Basta.

Ragnar se levantó de su trono. Su mera presencia hizo que las damas retrocedieran.

— Si quieren té — dijo, tomando la tetera de las manos temblorosas de Aisha — yo mismo serviré.

Nadie se atrevió a respirar.

El príncipe, heredero del imperio, vertió el té con una torpeza deliberada, derramando más de lo que servía.

— Así — musitó, mirando a Aisha con ojos que solo ella entendió— es como se sirve el té cuando no se tiene miedo.

Después del baile, Aisha no regresó a su pabellón.

En el jardín privado, lejos de miradas indiscretas, encontró una mesa con el servicio de té abandonado. Las tazas de porcelana fina, pintadas con dragones y flores, brillaban bajo la luna como burlas silenciosas.

Sin pensarlo, las arrojó contra las rocas.

— ¡Malditas sean! — Las tazas estallaron en pedazos, y por un momento, el sonido de porcelana quebrada fue el único eco en la noche.

Entonces, un aroma la distrajo: hierbas amargas y metal frío, una combinación que solo reconocía de un hombre.

— El té imperial es caro — dijo Ragnar desde la penumbra, emergiendo entre los ciruelos como un lobo entre los árboles, sus ojos dorados brillando con algo que no era reproche, sino curiosidad.

— ¡Pues que beban sangre! — gritó Aisha, girándose con lágrimas de rabia — ¡Al menos esa sí sé servirla!

Él no se inmutó. En silencio, se arrodilló entre los fragmentos rotos y sacó algo de su manga: dos tazas de barro tosco, sin adornos, pero cálidas al tacto.

— Así lo hacía mi nodriza — murmuró, llenando una de ellas con té frío — sin ceremonias. Solo... calor.

Aisha tomó la taza. En su superficie, apenas visible, había un grabado: una luna menguante. La otra, la que Ragnar sostenía, tenía una flor negra.

El té estaba frío. Amargo. Pero era el mejor que había probado en su vida.

Esa noche, cuando Ragnar regresó a sus aposentos, encontró un pequeño paquete en su mesa.

Dentro, una hierba medicinal, la misma que Aisha usaba para sanar heridas; descansaba sobre un trozo de seda azul.

No dijo nada. Pero al amanecer, la guardó en un relicario de plata que llevaba siempre consigo.

Y en algún lugar del palacio, Aisha soñó con tazas de barro y lunas menguantes.

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