El amanecer teñía los tejados del palacio imperial de tonos dorados y carmesí, como si el cielo mismo se inclinara ante la grandeza del heredero. El príncipe Ragnar, de pie en el balcón de sus aposentos, observaba cómo la niebla matutina se enroscaba alrededor de los pinos del jardín, sus dedos tamborileando contra la fría balaustrada de jade. El aire olía a tierra húmeda y a la fragancia picante de los crisantemos recién abiertos, pero ni siquiera la serenidad del alba podía calmar el fuego que ardía en sus venas.
— ¿Otra noche sin dormir? — la voz burlona de Zacarías, el séptimo príncipe, cortó el silencio como un cuchillo envainado en seda.
Ragnar no se volvió. Sabía que su hermano estaría reclinado contra el marco de la puerta, con esa sonrisa de gato que atrapa un pájaro, los brazos cruzados sobre su túnica de brocado azul oscuro.
— Si viniste a molestarme, hermano, elige otro día — gruñó, arrojando un puñado de migajas a las palomas que revoloteaban abajo. Los animales se dispersaron con un aleteo frenético, como si presintieran la tensión en sus palabras.
Zacarías se acercó, los pasos silenciosos sobre los tablones de ébano pulido. El olor a vino de ciruela y jazmín lo precedía, una combinación que delataba su noche de festejos.
— ¿Molestarte? — se llevó una mano al pecho, fingiendo ofensa — yo solo vine a felicitarte. Por fin encontraste una concubina que no huye de ti... aunque sea una salvaje de las montañas.
Ragnar giró lentamente, los ojos dorados brillando con una peligrosa calma.
— Cuidado con esa lengua, Zac. Podría arrancártela y usarla para limpiar mis botas.
Zacarías rio, pero el sonido carecía de su habitual liviandad. Por un instante, algo más oscuro asomó en sus ojos, una sombra que Ragnar reconoció demasiado bien: preocupación.
— Los funcionarios murmuran, hermano — dijo, bajando la voz — dicen que es una vergüenza que el heredero del imperio solo tenga ojos para una sanadora sin linaje. Que deberías visitar a las otras concubinas... cumplir con tu deber.
El aire se espesó. Ragnar apretó los puños hasta que los nudillos palidecieron.
— Mi deber — replicó, cada palabra afilada como una daga — es gobernar este imperio, no llenarlo de bastardos.
— No se trata de ti — Zacarías lo interrumpió, inusual seriedad en su tono — se trata del linaje. El emperador envejece, y los nobles quieren certezas. Si no das un heredero...
— ¿Qué? — Ragnar se inclinó hacia adelante, el perfume a hierbas amargas y poder envolviéndolo como una segunda piel — ¿Vladimir alzará su espada? ¿Los clanes del sur se rebelarán? — una sonrisa fría le recorrió los labios — que lo intenten.
Zacarías iba a responder cuando un sonido retumbó en la distancia: el gong de bienvenida, grave y resonante como el rugido de un dragón. Ambos príncipes se tensaron.
— Hablando del demonio... — murmuró Zacarías, mirando hacia el gran patio — El primer príncipe ha regresado.
— Justo lo que me faltaba — Ragnar escupió, pero ya se movía hacia la puerta, los pliegues de su túnica negra ondeando tras él como alas de cuervo.
El patio principal hervía de actividad. Sirvientes con libreas de seda carmesí se apresuraban a formar filas, mientras los guardias, con armaduras negras grabadas con runas lunares, golpeaban sus lanzas contra el suelo en un ritmo marcial. El olor a incienso de sándalo y aceite de linterna flotaba en el aire, mezclándose con el aroma metálico de las armas recién pulidas.
Y en el centro de todo, como un halcón posado entre palomas, estaba Vladimir.
El primer príncipe desmontó de su corcel de guerra con la gracia de un depredador, sus botas de cuero negro aplastando los pétalos de ciruelo esparcidos en su honor. Su armadura, bruñida hasta brillar como un espejo, estaba adornada con dragones de oro que parecían devorarse unos a otros. Pero lo que más helaba la sangre era su sonrisa: afilada, calculadora, como si ya estuviera midiendo el peso de la corona que anhelaba.
— ¡Hermanitos! — exclamó, abriendo los brazos en un gesto teatral — qué emocionante verlos tan... saludables — sus ojos, del color del ámbar oscuro, se posaron en Ragnar — aunque tú, octavo, pareces más demacrado que la última vez. ¿Los placeres de la corte te agotan?
Ragnar no se inmutó.
— Las batallas te han vuelto más charlatán, Vladimir. O quizá es que el sur no tiene enemigos dignos de callarte.
Un murmullo recorrió la multitud. Vladimir soltó una risa, pero no llegó a sus ojos.
— Ah, siempre tan directo — dijo, acercándose hasta que el aliento de ambos se mezcló — pero no vine a pelear. Vine a ver con mis propios ojos a esa... sanadora milagrosa que tanto se comenta.
Ragnar no parpadeó.
— ¿Aisha? — el nombre rodó por sus labios como una caricia y una advertencia — no es un animal de exhibición.
Vladimir se frotó la barbilla, fingiendo reflexión.
— Curioso. Los rumores dicen que es una Nyrithar, pero de cabello negro. ¿Cómo es posible? — bajó la voz, solo para Ragnar — a menos que todo sea un montaje. Una farsa para ganar el favor del emperador.
El aire se electrizó. Ragnar sonrió, mostrando los colmillos.
— ¿Celoso, hermano? — preguntó, su tono un susurro letal — después de todo, por más que te arrastres, el trono nunca será tuyo.
Vladimir no retrocedió. En cambio, deslizó una mano hacia la empuñadura de su espada, los dedos rozando el rubí incrustado en el pomo.
— Cuidado, Ragnar — murmuró — hasta los dioses caen cuando subestiman a sus enemigos.
El silencio que siguió fue tan denso que hasta el crujido de las sedas pareció un estruendo. Fue Zacarías quien, con su habitual desparpajo, lo rompió:
— ¡Vamos! — dijo, abrazando a Vladimir con una alegría forzada — el banquete está preparado, y el emperador espera.
Vladimir finalmente se apartó de Ragnar, pero no sin antes lanzarle una última mirada cargada de promesas no dichas.
— Hasta pronto, hermanito.
Ragnar no respondió. Solo observó cómo su hermano mayor se alejaba, el ruido de sus botas resonando como martillazos en un ataúd.
«El juego comienza», pensó, mientras el viento llevaba el aroma de los ciruelos en flor, dulce y efímero como la paz que pronto se rompería.
El Gran Salón de los Crisantemos ardía con la luz de mil lámparas de oro, sus paredes adornadas con tapices que narraban batallas legendarias. El aroma a especias exóticas y carne asada se mezclaba con el dulce perfume de las flores de loto flotando en los estanques de mármol. Los cortesanos, vestidos en sedas vibrantes, susurraban como hojas al viento, sus miradas furtivas siguiendo cada movimiento de los príncipes.
Ragnar ocupaba su lugar a la derecha del emperador, su túnica negra bordada con lunas plateadas destacando entre el mar de colores. Aisha no estaba presente «No la expondré a esta serpiente» había decidido, pero su ausencia era tan palpable como si hubiera estado allí.
Vladimir, sentado frente a él, no dejaba de sonreír. A su alrededor, como aves de rapiña adornadas de seda, sus concubinas tejían su propia danza de poder:
Xiang se inclinó sobre la mesa, su vestido escarlata silbando al rozar el mármol como la piel de una serpiente. Los labios pintados de negro se curvaron al notar la mirada de Ragnar, mientras sus ojos verdes, fríos como el jade en invierno; escudriñaban la sala en busca de debilidades.
Ning, envuelta en capas de seda azul que brillaban como escamas de pez bajo la luz, permanecía inmóvil. La máscara de plata que cubría la mitad izquierda de su rostro reflejaba las llamas de las antorchas, ocultando lo que ni siquiera Vladimir se atrevía a preguntar.
Suyin, la más joven, se encogió cuando Ragnar pasó cerca. Su vestido amarillo pálido parecía una jaula de plumas, y sus dedos, aferrados a una copa de vino, temblaban como hojas en una tormenta.
Yue no necesitaba hablar. Sus anillos de veneno, tallados con runas de sufrimiento; repiqueteaban contra la mesa en un ritmo hipnótico, como si ya contaran los segundos que faltaban para el primer asesinato de la noche.
Vladimir alzó su copa de jade, el vino tinto como sangre a la luz de las antorchas.
— Padre — dijo, inclinándose hacia el emperador — los rumores sobre la sanadora del octavo hermano han llegado hasta las tierras del sur. Dicen que su sangre cura lo incurable... ¿Sería posible conocer a tal maravilla?
El emperador, envuelto en su manto de dragones dorados, dejó escapar un suspiro que resonó como un decreto.
— ¿Qué dices, octavo hijo? ¿Mostrarás a tu... invitada? — indagó, mientras acariciaba su barba con desdén.
La palabra "invitada" pesó más que un insulto. Ragnar apretó los dientes, pero fue Zacarías quien intervino, jugueteando con una uva entre sus dedos:
— Oh, pero claro que sí. Aisha es encantadora. Aunque... — hizo una pausa dramática — prefiero no arriesgarme. La última vez que Vladimir conoció a una mujer poderosa, terminó con una daga en la garganta.
Las concubinas de Vladimir contuvieron la respiración. El primer príncipe rio, pero sus ojos brillaron con ira.
— Qué gracioso eres, séptimo. Pero no todos compartimos tu... afición por las armas femeninas.
El doble sentido flotó en el aire como un veneno. Ragnar, sin embargo, ya había tomado una decisión. Con un gesto casi imperceptible, un sirviente se deslizó hacia las sombras.
— Traerán a Aisha — anunció, clavando la mirada en Vladimir — pero advierto, hermano: si una sola de tus pájaras la toca, arrancaré sus alas.
Las concubinas de Vladimir contuvieron el aliento, excepto Xiang, sus labios negros se abrieron en una sonrisa lenta, como si las palabras de Ragnar fueran el primer movimiento de un juego que ella llevaba años esperando.
Las puertas del Gran Salón se abrieron con un crujido que cortó la música como un cuchillo.
El séquito de Ragnar avanzó, pero no como las concubinas de Vladimir, aves exóticas enjauladas en sedas; sino como espadas desenvainadas:
Ling Mei entró primero, su vestido de brocado dorado brillando como una armadura. Cada pliegue de la tela parecía calculado para cegar, pero su sonrisa era afilada como el filo de una daga. "La belleza puede ser un arma", susurraron los cortesanos al verla, recordando cómo había envenenado a un embajador con solo un beso en el año del Dragón Sangriento.
Lihua la seguía, tan ligera que los pétalos de rosa blanca en su cabello ni siquiera temblaban. Sus manos sostenían una bandeja de frutas cristalizadas, «Envenenadas, sin duda», pensó Xiang, pero su voz era miel pura: "El emperador debería probar los duraznos del jardín privado de mi señor… son exquisitos".
Lhea cerró el triángulo humano, su abanico de marfil abriéndose con un chasquido seco. "Silencio", parecía decir, aunque no pronunciara palabra. Los cortesanos que conocían su historia se estremecieron: era ella quien había descifrado el código de los espías del sur, condenando a cien hombres a la hoguera.
Y entonces, llegó Aisha.
No caminó entre ellas, sino a través de ellas, como un viento helado que dispersa las hojas. Su vestido rojo oscuro, teñido con raíces de hierrohun, el color de las heridas que no cicatrizan; contrastaba con los dorados y joyas de las demás. Llevaba el cabello suelto, excepto por un mechón recogido con la horquilla de plata de Ragnar: un símbolo tan claro como un anillo de compromiso.
Pero lo que heló la sangre de la sala fueron sus ojos. Azules. Demasiado azules para ser humanos. Como el cielo en el instante antes de que un rayo lo parta en dos.
Xiang dejó escapar una risita desde su asiento:
— ¿Esta es la famosa sanadora? Parece más una loba hambrienta que encontraron en las montañas.
— Los trapos no hacen a la mujer, Xiang. Aunque algunas necesiten vestidos de seda para ocultar su vulgaridad — fue Ling Mei quien respondió.
El golpe indirecto hizo que Xiang se irguiera.
Aisha no miró a Xiang. Miró directamente a Vladimir, y cuando habló, su voz no pidió permiso:
— Alteza — dijo al emperador, ignorando a todos los demás— ¿Me has llamado para sanar… o para mostrar sus trofeos?
Un escalofrío recorrió la sala. Ragnar no se movió, pero sus nudillos palidecieron al aferrar el brazo de su trono. Era la primera vez que alguien desafiaba así al emperador en su propio salón.
Yue intervino, con un movimiento fluido, deslizó una copa de vino hacia Aisha.
— Bebe — murmuró, por primera vez — O ¿temes que esté envenenado?
Un desafío directo.
Aisha tomó la copa, pero antes de que sus labios la tocaran, Ragnar la arrebató de sus manos, sin decir nada, pero el aire alrededor de él se heló como un lago en pleno invierno. Con un movimiento deliberado, bebió de la copa de Yue hasta la última gota, sus ojos dorados clavados en los de Vladimir. Luego, dejó caer el cristal al suelo.
El estruendo de la copa haciéndose añicos cortó el murmullo de la sala.
— Mi sanadora — dijo, arrastrando cada palabra como un cuchillo — no comparte copas con nadie. Pero si insistes, hermano, puedo compartir contigo algo más... como el filo de mi espada en tu garganta.
Las llamas de las antorchas crepitaron, proyectando sombras que se retorcieron como espectros sobre los rostros pálidos de las concubinas. Vladimir no parpadeó, pero su sonrisa se endureció, convertida en una máscara de hielo.
Fue el emperador quien, al fin, rompió la tensión:
— Basta. Aisha de los Nyrithar, muéstranos tu don.
Todos entendieron: no era una petición, sino una orden.
Aisha cerró los ojos. Sabía lo que venía. Con un movimiento rápido, tomó el cuchillo de frutas de la mesa y se hizo un corte en la palma. La sangre brotó, escarlata y brillante.
— ¿Quieren una demostración? — preguntó, mirando directamente a Vladimir — puedo empezar por usted, primer príncipe.
Vladimir, en lugar de enfurecerse, se inclinó hacia adelante, fascinado.
— ¡Qué atrevida! — exclamó — me encantaría... pero temo que mi hermano herede no lo permita.
Ragnar ya estaba a su lado, su mano cerrando suavemente su herida.
— Ya es suficiente — murmuró, solo para ella — no les des el espectáculo que quieren.
Ella sostuvo su mirada, y por un segundo, el salón desapareció, pero todos habían visto la verdad: Aisha no era una concubina más.
Mientras los sirvientes servían postres de miel y flores, Vladimir susurró a Xiang:
— Esa sangre... vale más que todo el oro del sur.
Las ocho mujeres se midieron en silencio. Ling Mei y Xiang intercambiaron sonrisas falsas; Lihua le ofreció frutas a Suyin, quien las aceptó con manos temblorosas; Lhea siguió observando a Aisha como si ya estuviera planeando cómo envenenarla.
Y en la sombra, el general Dain apretó su espada, preguntándose cuánto tiempo más podría Ragnar protegerla.