El amanecer teñía los tejados del palacio imperial de tonos dorados y carmesí, como si el cielo mismo se inclinara ante la grandeza del heredero. El príncipe Ragnar, de pie en el balcón de sus aposentos, observaba cómo la niebla matutina se enroscaba alrededor de los pinos del jardín, sus dedos tamborileando contra la fría balaustrada de jade. El aire olía a tierra húmeda y a la fragancia picante de los crisantemos recién abiertos, pero ni siquiera la serenidad del alba podía calmar el fuego que ardía en sus venas.
— ¿Otra noche sin dormir? — la voz burlona de Zacarías, el séptimo príncipe, cortó el silencio como un cuchillo envainado en seda.
Ragnar no se volvió. Sabía que su hermano estaría reclinado contra el marco de la puerta, con esa sonrisa de gato que atrapa un pájaro, los brazos cruzados sobre su túnica de brocado azul oscuro.
— Si viniste a molestarme, hermano, elige otro día — gruñó, arrojando un puñado de migajas a las palomas que revoloteaban abajo. Los animales se disper