El mundo de Aisha se había hecho añicos como un espejo de jade arrojado contra los escalones del palacio. Cada fragmento reflejaba una pesadilla distinta: sangre azul, susurros de dioses y una mujer de cabello plateado que la observaba desde el abismo.
La fiebre le serpenteaba por las venas, convirtiendo su piel en pergamino al rojo vivo. Entre los delirios, oyó la voz de Nyrith. No el dios de los pórticos sagrados, sino el hombre: un agricultor de manos callosas y sonrisa cálida, arrodillado, en un templo olvidado; ante una deidad de ojos lunares, colmados de una tristeza milenaria; y su cabello era una cascada de mercurio, cada hebra un destello de luna nueva
— ¿Por qué les das tu sangre si solo ansían tu poder? — preguntó la diosa, acariciando su mejilla con dedos que brillaban como perlas bajo el agua.
Nyrith sonrió, esa sonrisa cálida que Aisha sintió como un puñal en el pecho, mientras observaba arder en sus ojos el mismo fuego que ahora consumía a Ragnar.
— Porque el hambre los hace hermosos — respondió, besando los nudillos de la diosa — Y tú me enseñaste que el amor es dar hasta que el alma sangre.
El sueño se desvaneció, reemplazado por el frío cortante de un lago helado. Aisha estaba de pie sobre el hielo, el frío mordiéndole los pies descalzos, un cuchillo ritual de hueso crujiendo entre sus dedos, frio como el aliento de un muerto.
Su reflejo no era el suyo:
Era Nyrith, con los ojos inundados de lágrimas negras.
Cuando la hoja rozó su piel, la sangre que brotó no fue roja, sino azul, brillante como el lapislázuli bajo la luz de las antorchas.
— ¡No es tu turno aún! — rugió una voz desde las sombras, tan cercana que Aisha despertó con un grito ahogado en la garganta.
El aire olía a vinagre y hierbas de amapola, mezcla que los sanadores usaban para ahuyentar la muerte. Las cortinas de seda granate ondeaban, dejando escapar jirones de luna llena.
En el suelo, rodeado de esquirlas de acero, Ragnar destrozaba su cuarta espada. Sus músculos tensos brillaban de sudor, y los ojos dorados, normalmente fríos como el invierno; ahora ardían con furia impotente.
Su espalda musculosa apoyada contra el borde del lecho, sus nudillos agrietados y ensangrentados, testimonio de una furia que ni siquiera él podía contener.
— Alteza — la voz del general Dain cortó el silencio desde la puerta. Sus ojos, fríos como el acero, no se apartaban del príncipe — El emperador exige su presencia.
— Que espere — rugió Ragnar, sin levantar la mirada. Su voz era áspera, como si hubiera tragado brasas.
— Los embajadores del sur esperan — continuo el general, por un instante sus ojos se desviaron hacia la figura inconsciente en la cama. Aisha
— Diles que mi espada está ocupada.
Un gemido escapó de los labios de Aisha al intentar moverse. El dolor en su costado era un animal vivo, mordiéndole las costillas. Ragnar se irguió de golpe, las manos ensangrentadas temblando y sus ojos dorados brillando con algo que Aisha nunca le había visto: miedo.
— ¿Por qué? — Ragnar la sacudió, sus dedos hundiéndose en sus brazos — ¿Por qué te sacrificaste por alguien como yo?
El silencio se extendió como un manto pesado, roto solo por el crujido de la seda contra el mármol.
Las otras tres concubinas llegaron como cuervos al olor de la sangre.
Ling Mei, del Pabellón de Jade, fue la primera. Su belleza era una daga envuelta en seda: labios pintados de rojo carmesí, uñas afiladas como garras. El crujido de su vestido brocado de dragones anunció su presencia antes que su voz.
— Así que eres la que lo tiene corriendo como un cachorro herido — dijo, dejando caer un abanico de seda junto al lecho de Aisha. El gesto era elegante, pero sus ojos brillaban con veneno — Qué... decepcionante.
Lhea, del Pabellón de Coral, se rió detrás de su manga, pero sus ojos eran orbes envenenados.
— Las que curan siempre mueren primero, hermana. Somos flores que él arranca para adornar su guerra.
Lihua, la más joven, del Pabellón de Oro, se acercó con una taza de té humeante, vacilando antes de ofrecer el té, sus ojos jóvenes brillando con lágrimas reprimidas «No es justo… Pero nada lo es aquí»
— Bebe, hermana. Te devolverá el color.
Ragnar reaccionó antes que Aisha. Arrebató la taza y la arrojó al jardín. El líquido ámbar chamuscó las camelias, que se convirtieron en ceniza en segundos.
— Si alguna de ustedes vuelve a acercarse a ella — susurró, mostrando los colmillos — alimentaré a los cuervos con sus lenguas — una sonrisa aterradora surco sus labios — antes de colgar sus cabezas en el muro de los lamentos…
Las concubinas huyeron, pero Ling Mei se detuvo en el umbral.
— Los dioses hambrientos siempre cobran sus deudas, princesa. Y tú... ya estás en deuda.
El eco de sus palabras se mezcló con el crujir de la puerta al cerrarse, como si el propio palacio contuviera la respiración. El aire se espesó, cargado de promesas sin voz, y poco a poco, las sombras alargadas del atardecer devoraron los últimos vestigios de luz.
Ragnar no se había movido del lado de Aisha, aunque fingía leer pergaminos de batalla con desinterés. La luz de las velas danzaba sobre sus facciones, acentuando las sombras bajo sus ojos.
— ¿Por qué no descansas? — preguntó Aisha, observando cómo sus pupilas doradas brillaban, inyectadas en sangre.
Él apretó la mandíbula, el pergamino crujiendo entre sus dedos.
— Porque cada vez que cierro los ojos, veo cómo el río te arrastraba… y no podía hacer nada.
Su voz se quebró en la última palabra, y Aisha sintió algo desgarrarse dentro de su pecho. Extendió la mano, tocando su mejilla. Ragnar se estremeció como si el contacto le quemara.
— No soy tu salvación, Ragnar — susurró — soy el precio de esta.
Él la miró, y por primera vez, Aisha vio lágrimas en esos ojos que solo conocían la guerra.
— Entonces que arda el cielo — gruñó, inclinándose hasta que sus frentes se tocaron — pero no te llevaré conmigo.
Al amanecer, cuando los primeros rayos del sol teñían los tejados del palacio de rojo sangre, un sacerdote anciano llegó con un mensaje del emperador.
— Altísimo — murmuró el hombre, sus manos temblorosas sosteniendo un relicario de jade — la sangre de la sanadora no cura… devora. Como devoró a Nyrith.
Aisha, oculta tras el biombo, sintió cómo el azul en sus venas palpitaba.
— ¿Qué significa? — gruñó Ragnar.
El sacerdote retrocedió.
— Es el último eslabón. Cuando el dios murió, su esencia se fragmentó. Ella... es la que recoge los pedazos.
El silencio que siguió fue tan denso que Aisha pudo escuchar el latido de su propio corazón. Un latido que ahora resonaba con eco ajeno, como si otra voz cantara desde dentro de sus huesos.
— No — musitó con voz casi inaudible, clavándose las uñas en las palmas. No era una negación al sacerdote, sino a sí misma. A esa verdad que le quemaba las entrañas.
Los fragmentos de sueños rotos, las pesadillas que la ahogaban cada noche, la voz susurrante en lenguas olvidadas. Todo encajó. Demasiado perfecto, demasiado cruel.
Aisha no era humana. Nunca lo había sido. Era el último jirón de un dios olvidado, y el hambre de los cielos reclamaría su precio.
El sol ascendía, implacable, como si los cielos mismos estuvieran ansiosos por presenciar lo que vendría.
Aisha se inclinó sobre un charco de agua, sus dedos rozando la superficie inquieta. Por un segundo, solo un segundo; su reflejo no fue el suyo. Ojos plateados, fríos como estrellas muertas, la miraron desde las profundidades.
Y supo, con una certeza que le heló el alma, que el festín de los dioses hambrientos apenas comenzaba... y que ella sería tanto el plato principal como la mano que lo serviría.