Aisha despertó en un mar de fuego y gemidos. El aire, espeso por el humo de los braseros volcados y la sangre evaporada, le quemó los pulmones al primer intento de respirar. Las cadenas de runas que la suspendían sobre el campo de batalla ardían como serpientes de luz violeta, quemando su piel, pero incapaces de destruir las marcas lunares que ahora brillaban como cicatrices estelares. Abajo, el mundo era un tapiz de horror: cuerpos desmembrados, caballos agonizantes, y en el centro, Ragnar luchando contra una silueta monstruosa que solo podía ser Vladimir.
— ¡Basta! — gritó, pero su voz se perdió en el estruendo.
El dolor llegó entonces, agudo y traicionero. No de las cadenas, sino de su vientre. Una punzada que le recordó las peores noches de hambre en la tribu, pero multiplicada por mil. Sus manos, atadas por las runas, intentaron cubrirse el bajo vientre instintivamente.
«No» su mente suplicó. «No ahora»
Pero la verdad brotó con más fuerza que su sangre. Las náuseas de las últimas