188. Quemar el Circo
El silencio en el Salón Real era tan absoluto que se podía oír el zumbido de los focos de las cámaras. Florencio caminó hacia el escenario sin prisa, cada paso era un golpe de martillo contra el ataúd que Blandini le había preparado. No miró a Mar, que se había encogido en su silla al verlo acercarse. No miró a Blandini, cuya sonrisa se había congelado en una mueca de incertidumbre. Miró directamente a las cámaras, a los ojos de la provincia, del país, que lo juzgaban.
Llegó al podio. Blandini, sorprendido por su audacia, no supo cómo reaccionar. Florencio no le pidió permiso. Tomó uno de los micrófonos.
—Impresionante —dijo, su voz tranquila, resonando en toda la sala—. Una historia verdaderamente conmovedora. Trágica. Y una mentira casi perfecta.
El murmullo en la sala se convirtió en un rugido.
—Señorita D'Argenti —continuó Florencio, girándose finalmente para mirar a Mar por primera vez. Sus ojos verdes eran dos pozos de hielo—. Su actuación ha sido magnífica. Digna de un premi