189. La Casa de los Espejos Rotos
El regreso a la casa de Punta Mogotes fue un viaje a través de un desierto de palabras no dichas. En el vehículo blindado, el silencio era tan espeso que parecía tener peso propio. Florencio conducía, sus ojos estaban fijos en la carretera nocturna, su rostro era una máscara de granito. A su lado, Selene miraba por la ventana las luces de la ciudad que se alejaban, pero su mente estaba a miles de kilómetros. Y en el asiento trasero, Mar se había hecho un ovillo en un rincón, una bola de miseria silenciosa, tratando de hacerse invisible.
Habían ganado. Habían incendiado el circo de Blandini. Pero la victoria sabía a ceniza.
Llegaron a la casa. Florencio entró primero, barriendo cada habitación con la mirada de un soldado asegurando un perímetro. Selene fue la segunda, y Mar la última, entrando con la vacilación de un perro apaleado que no sabe si será recibido con una caricia o una patada.
—A tu habitación —le dijo Florencio a Mar, sin mirarla. Su voz era plana, desprovista de cualquie