La noche antes de la conferencia de prensa de Blandini, la cabaña se convirtió en un santuario de guerra. La atmósfera ya no era de miedo ni de duda, sino de una concentración afilada como el filo de una daga. Habían vuelto a su territorio, y ese simple hecho parecía haberles devuelto el alma.
Florencio estaba al teléfono, en un baile incesante de logística y contrainteligencia. Giménez, desde un centro de comando improvisado en Mar del Plata, le alimentaba con un flujo constante de información.—Los hombres de Rizzo están dispersos, señor. La mayoría ha desertado. Blandini los dejó colgados después del fiasco de la Usina. Pero algunos, los más leales a Kael, se han reagrupado. Están furiosos. Quieren venganza. No contra usted. Contra Elio.—Encontralos, Giménez —ordenó Florencio—. Ofreceles el doble de l