El tiempo se suspendió en la usina. El único sonido era el goteo de la sangre de ambos sobre el suelo de hormigón, un metrónomo marcando los segundos de una decisión imposible. Selene permanecía de pie frente a Elio, la daga de colmillo en alto, su brazo temblando, no por la debilidad, sino por el peso de la venganza.
Tenía al monstruo de sus pesadillas a su merced. Al arquitecto de su soledad. Al que, ella creía, había quemado su mundo hasta los cimientos. Un solo movimiento, un golpe certero, y la deuda de sangre de su clan quedaría saldada. La paz, finalmente.Pero al mirar los ojos ambarinos de Elio, ya no veía solo al monstruo. Veía a la criatura herida, humillada. Veía al cachorro con el que una vez había jugado en el bosque, al que le gustaba romper las alas de los pájaros. Y entendió, con una claridad desoladora, que matarlo no le devolvería nada.