090. La Casa de los Ecos
La camioneta se detuvo en la oscuridad, a un kilómetro de la cabaña. No se atrevieron a acercarse más con el motor. El resto del camino lo hicieron a pie, un regreso silencioso a través de un bosque que ahora se sentía extrañamente familiar. Él iba delante, el fusil listo, pero su atención no estaba en las sombras que los rodeaban, sino en la figura que lo seguía. Selene, envuelta en su chaqueta, caminaba con un agotamiento que parecía tallado en sus huesos, pero con la cabeza alta.

Cuando llegaron al claro, la visión del tótem que habían creado los golpeó. La cabeza del luisón en la estaca, ahora reseca por el sol, era un monumento grotesco a una victoria que se sentía hueca.

—Mierda —susurró Florencio—. Lo había olvidado.

Se miraron. Ambos sabían lo que significaba volver.

—Este lugar ya no es seguro —dijo él, su voz grave—. Elio lo sabe. Mar se lo dijo. Volver acá es una estupidez. Es meternos voluntariamente en la boca del lobo.

Selene no miró la cabaña. Miró la estaca.

—¿Y a
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