La cena se celebraba en un antiguo palacete restaurado en el centro de la ciudad, donde el arte colgaba de las paredes como si respirara. Candelabros de hierro forjado lanzaban destellos dorados sobre los manteles de lino, mientras el vino fluía con la misma generosidad que las conversaciones afiladas.
Elena llegó tarde, como siempre. No por capricho, sino por cálculo. Entrar cuando todos ya estaban acomodados le daba la ventaja de captar cada mirada, cada reacción. Sabía que era hermosa, pero no era eso lo que la hacía poderosa. Era su presencia: elegante, peligrosa, como un susurro que podía volverse orden.
Vestía un vestido negro de escote sutil, espalda descubierta y una abertura lateral que revelaba apenas el inicio de su muslo. Tacones de aguja, labios rojos, cabello suelto con ondas suaves, letal.
Algunos se levantaron a saludarla, otros la observaron con esa mezcla de deseo y respeto que solo ella lograba provocar. Su nombre había sido mencionado en la invitación como “invitad