La noche había caído sobre la ciudad con una delicadeza casi solemne. El cielo, salpicado de estrellas tímidas que apenas lograban imponerse sobre las luces urbanas, parecía una manta que invitaba a los secretos. Isolde se encontraba frente al espejo de su habitación, contemplándose como si buscara respuestas en sus propios ojos. Había pasado días luchando contra la intensidad de lo que sentía por Dorian, tratando de convencerse de que aquello no era más que un espejismo, un reflejo de la intensidad de sus juegos y de la intimidad física que los unía.
Pero esa tarde, mientras él había sostenido su mano más tiempo del necesario al despedirse de una reunión informal en su apartamento, algo en su interior se derrumbó. El calor que recorrió su piel no tenía nada de casual. No era deseo, no era simple atracción, era ternura, complicidad, un latido que nacía del alma.
Isolde respiró hondo, como si quisiera sacarse de encima un peso invisible, y bajó las escaleras con pasos medidos. Dorian l