La tarde se deslizaba lentamente hacia la noche, bañando la ciudad con tonos rojizos que parecían pintados para ellos dos. En el penthouse de Dorian, las cortinas estaban apenas entreabiertas, dejando entrar la luz que iluminaba la figura de Isolde recostada en el sofá, su piel aún tibia por el calor de su último encuentro. Dorian, a su lado, la observaba con una mezcla de devoción y deseo. Era como si el mundo hubiera reducido su tamaño hasta caber únicamente en esa sala, en sus miradas y en los silencios cargados de significado.
—Eres peligrosa —murmuró él, con una sonrisa casi incrédula, mientras deslizaba sus dedos por la clavícula de ella.
Isolde arqueó una ceja, juguetona. —¿Por qué lo dices?, ---
—Porque cada día que paso contigo me convenzo más de que no sabría cómo dejarte ir —respondió Dorian, sin apartar la vista de sus labios.
El corazón de Isolde dio un vuelco, durante semanas había intentado resistirse, encerrar sus sentimientos en una caja hermética. Pero cada gesto de