Lucia
Me quedé allí, la espalda pegada a la pared, la sábana húmeda adherida a mi piel como una segunda vergüenza, mis dedos crispados sobre ese tejido ridículo que no oculta nada, todo en mí latía demasiado fuerte, pulsaba bajo mi pecho, gritaba en un silencio más pesado que todos los aullidos, un silencio que despoja más rápido que una mano, que expone, que consume, un silencio que me da vergüenza.
Desearía que se fuera, que desapareciera, que se apagara frente a mí como una llama que se sopla, pero él se queda, allí, tan cerca, tan tangible, como una frontera que me niego a cruzar y que mis pies ya arden por atravesar.
Él no habla, aún no, pero sus ojos lo hacen en su lugar, sus ojos que indagan, que desgarran, que perforan todas mis defensas, y bajo los míos, no por sumisión, no por miedo, sino porque no quiero ver lo que soy cuando me mira así.
— Me deseas, Lucia.
Su voz es serena, baja, casi tierna, y aun así retrocedo, un paso, uno solo, sacudo la cabeza, lentamente,