Lucia
Dos minutos.
No más.
El silencio aún no había tenido tiempo de asentarse completamente en mis nervios, aún no había tenido tiempo de convertirse en refugio o peso muerto, cuando regresó, como una ráfaga contenida, una decisión fría vestida con piel de hombre, un paso tras otro, sin choque, sin furia aparente, pero con esa determinación muda que da más miedo que los gritos.
Lo escucho antes de verlo, o tal vez lo intuyo, por ese desplazamiento de aire, por esa tensión en el espacio que se modifica como si la habitación ya se encogiera a mi alrededor, como si las paredes mismas anticiparan el abrazo venidero, la prisión bajo un manto de silencio.
Acerco esa tela a mí, ese simple manto que ni siquiera he logrado atar correctamente, que se adhiere a mi piel empapada de sudor, no el de un deseo, no, sino el de un instinto agudo, de un rechazo que palpita en cada nervio, y, sin embargo, mi cuerpo sigue ahí, desnudo bajo el algodón, tenso, tembloroso, ardiente, y no es por miedo, no de