Michel
Están ahí.
Alineados en sus sillones de cuero, formando un arco perfecto alrededor del escritorio central, como los pilares de un altar profano que, sin querer, habría despertado a los dioses dormidos.
El escritorio es vasto, solemne, cargado de memoria y secretos. Tiene la resonancia de una catedral privada, pero el olor de un mausoleo: el de la madera encerada, del tabaco frío y del cuero antiguo. Las maderas en las paredes son gruesas, oscuras, cubiertas de vetas rojas que parecen chorros de sangre petrificada. Las pesadas cortinas, corridas sobre los ventanales, devoran la luz del día. Nada atraviesa. Aquí, todo se ahoga. Incluso los suspiros.
Las lámparas emiten un amarillo polvoriento, como si la habitación rechazara la modernidad, prefiriendo sumergirse en la sombra temblorosa de un poder de otro siglo. En las paredes, cuadros religiosos distorsionados: Caín empuña un rifle de asalto, Judas se apresta a besar a una mujer con los ojos vendados. Todo es símbolo. Todo es am