Michel
Sabía que ella se negaría.
Lo había adivinado desde el instante en que Emil me había contado su mirada, su tono, sus palabras. Esa manera de hablar con calma, de imponer su silencio como otros disparan una bala. Lucia ya no era esa mujer perdida que yo había recogido. Había vuelto a ser el arma dormida que yo había, en otro tiempo, rozado con la yema de los dedos.
Giré lentamente el cuchillo entre mis falanges, sentado en la habitación contigua a mi oficina. Los hombres hablaban en voz baja detrás de las paredes, convencidos de que no los escuchaba. Susurraban su nombre con cautela, como se susurra el de un animal salvaje demasiado tiempo cautivo.
Lucia.
Ese nombre que había amado.
Ese nombre que había traicionado.
Me levanté. La madera gimió bajo mis pasos. Esta casa había sido concebida como un fuerte de piedra, silencio, olvido y ahora vibraba bajo el aliento de una sola mujer. Ella ocupaba el espacio como una fisura: invisible, pero capaz de hacer que todo se derrumbara.