Lucia
Lo miré fijamente. Ya no era un rey. No era un depredador. Solo era un hombre. Roto. A imagen de la que había dejado atrás.
Pero eso no cambiaba nada.
Me levanté. La silla chirrió débilmente detrás de mí.
— Entonces habla, Michel. Porque cada uno de los fragmentos que me confíes, los plantaré en tu memoria, hasta que desgasten tu conciencia de tal manera que no sobrevivas.
Y salí de la habitación, la taza aún caliente entre mis dedos.
La guerra acababa de comenzar.
No una guerra de balas. No una guerra de sangre.Una guerra de verdades.
Y esas verdades... mataban más lentamente.
Se insinuaban en la carne, en el corazón, en el recuerdo. No hacían ruido. Pero no dejaban nada en pie.La puerta se cerró detrás de mí con la discreción de un susurro, pero el temblor que pulsaba en mi pecho resonó como una campana. El corredor parecía interminable: un pasillo estrecho, aún cargado de polvo, donde la luz de la mañana se rompía en destellos pálidos sobre un suelo de madera agrietado. Avancé descalza, cada tabla gemía bajo mi peso, como si la casa misma protestara por mi paso.
Aún sostenía la taza hirviendo; su calor insistente me recordaba la presencia de Michel tanto como mis propias heridas. Podría haberla lanzado, estrellarla contra la pared, pero me abstuve. La ira, lo sabía, no debía dispersarse; debía destilarse, concentrarse, hasta convertirse en un ácido paciente.
Encontré una habitación contigua al gran salón: una biblioteca medio vacía, cuyos estantes exhibían, aquí y allá, volúmenes desparejados, encuadernaciones dañadas, títulos borrados. Sobre la mesa baja yacía un cuaderno de cuero, abandonado, como olvidado en la precipitación de alguna antigua huida. Saqué una silla cerca de la ventana y me dejé caer en ella, taza en mano, con las rodillas dobladas bajo mi camisa arrugada.
El silencio, de nuevo, pero un silencio diferente: el de una tregua frágil, entre dos bombas. Inspiré lentamente. Era necesario ordenar mis pensamientos, rechazar que la culpabilidad de Michel me perturbara, no dejarme absorber por la tristeza infinita que arrastraba detrás de sí esa sombra a la que, antaño, había querido servir de luz.
Puse la taza, ahora tibia, y abrí el cuaderno. Las primeras páginas llevaban una escritura angulosa que reconocí de inmediato: la suya. Notas dispersas: números de contacto, lugares de encuentro, listas de armas, pero también, en algunos lugares, fragmentos de frases casi tiernas garabateadas como si a pesar suyo:
«No pensar más en ella...»
«Su voz esa noche, en el hangar...» «Si la hubiera retenido...»Cerré bruscamente el cuaderno, el corazón martilleando no de nostalgia, sino de una rabia aún más viva. Así que, incluso sus arrepentimientos estaban consignados, ordenados, guardados bajo llave; administraba incluso su dolor.
Un ruido leve en el corredor: pasos amortiguados, probablemente los de un guardia. Escuché un susurro; mencionaban mi nombre en voz baja, como una oración peligrosa. Permanecí inmóvil. La vigilancia era todo lo que me quedaba.
Cuando el silencio volvió, reabrí el cuaderno, deslizando esta vez un dedo entre las páginas para extraer solo un folio desprendible. Escribí con mi mejor caligrafía:
«Soy el espejo que te niegas; tarde o temprano, tendrás que sumergir tu mirada en él.»
Doblé el folio, lo devolví a su lugar, y luego cerré cuidadosamente el cuaderno. Que descubra estas palabras, más tarde, solo, y que actúen en él como una espina invisible.
Un crujido, detrás de mí. Me volví: un joven, apenas veinteañero, con un arma al hombro, me miraba con una vacilación palpable. Sus ojos, de un verde incierto, delataban el malestar que inspiraba mi presencia.
— La buscan, señora, susurró. El señor Michel desea...
— Que espere, le respondí con calma. No he terminado.
Se quedó paralizado, dividido entre la orden recibida y el miedo de ejecutar la que yo acababa de dar. Me levanté, avancé hacia él -cerca, muy cerca- hasta ver la fina película de sudor en su frente.
— ¿Cómo te llamas?
— E-Emil, señora.
— Entonces, Emil, dile a Michel que vendré cuando yo lo decida. No antes.
Puse mi mano sobre el cañón de su arma, bajándola suavemente. No se atrevió a protestar. Sus párpados parpadearon como los de un niño confrontado demasiado pronto a la guerra.
— Y recuérdale, añadí en voz baja, que las prisiones no siempre están hechas de barrotes.
Lo dejé marchar, casi aliviado, mientras regresaba a la silla. El día avanzaba, proyectando sobre el suelo rayos de luz más claros. Sentí la fatiga apoderarse de mí, pero me negué a ceder. Había dormido demasiado tiempo en la ignorancia.
Todo, ahora, debía volverse cortante: cada recuerdo, cada pregunta, cada respuesta arrancada. ¿Michel quería hablar? Hablaría, sí, pero en mis condiciones. ¿Pretendía concederme su mirada? Que primero entienda lo que cuesta sostener la de una mujer que ha herido sin retorno.
Tomé la taza fría, bebí un sorbo que me pareció de una amargura perfecta. Luego, con un gesto lento, apoyé mi palma sobre el cristal fresco, contemplando a lo lejos el mar color acero. Un carguero surcaba el horizonte, anónimo, majestuoso: llevaba la promesa de la partida.
Pero ya no era quien huía.
Me quedaría aquí, en esta casa de mentiras, todo el tiempo que fuera necesario para reducir a Michel a su única verdad.
Y, cuando la última pieza de su armadura cayera, decidiría entonces si debía irme...
...o arder con él.