Lucia
Lo miré fijamente. Ya no era un rey. No era un depredador. Solo era un hombre. Roto. A imagen de la que había dejado atrás.
Pero eso no cambiaba nada.
Me levanté. La silla chirrió débilmente detrás de mí.
— Entonces habla, Michel. Porque cada uno de los fragmentos que me confíes, los plantaré en tu memoria, hasta que desgasten tu conciencia de tal manera que no sobrevivas.
Y salí de la habitación, la taza aún caliente entre mis dedos.
La guerra acababa de comenzar.
No una guerra de balas.
No una guerra de sangre.
Una guerra de verdades.
Y esas verdades... mataban más lentamente.
Se insinuaban en la carne, en el corazón, en el recuerdo.
No hacían ruido.
Pero no dejaban nada en pie.
La puerta se cerró detrás de mí con la discreción de un susurro, pero el temblor que pulsaba en mi pecho resonó como una campana. El corredor parecía interminable: un pasillo estrecho, aún cargado de polvo, donde la luz de la mañana se rompía en destellos pálidos sobre un suelo de madera agrietado