—¡Mientes! —gritó Tena con la furia ardiendo en los ojos—. ¡Tú no puedes salvarlos, ni, que fueras la reina Alfa de Ígnea!
El salón se estremeció con sus palabras.
El aire se llenó de una electricidad tensa; los lobos se miraron entre sí, incapaces de creer lo que escuchaban. Entonces, una voz pequeña, clara e inesperada, rompió el hielo:
—¡Mami es la reina Alfa de Ígnea! —dijo Dyamon con toda la seguridad de un niño bueno e inocente.
Por un segundo todo quedó en silencio.
Las miradas se clavaron en el niño y después en Armyn. Algunos soltaron una risa nerviosa, otros una exclamación sofocada.
Tena, roja de rabia, alzó la mano para abofetear al pequeño con desprecio, pero antes de que pudiera tocarlo, Armyn se interpuso.
Con un movimiento veloz y controlado, empujó a Tena al suelo.
—¡Ya lo dije! —dijo Armyn con voz que no admitía réplica—. Salvaré a los primogénitos de la manada y a todos los cachorros que estén enfermos. A cambio, me dejarán en paz a mí y a mi hijo.
Por un instante l