Armyn alzó la vista y se plantó delante de ellos con el rostro encendido de rabia y de miedo a la vez.
El frío de la noche mordía la piel, pero su furia ardía más caliente que cualquier viento.
—¡Yo no he hecho nada! —gritó, la voz reverberando entre las rocas y las siluetas de los lobos.
No hubo piedad entre las miradas que la fulminaban.
Unos cuantos la señalaban con los dedos como si fuera una ofrenda; otros, susurrando, reparaban en antiguos cuentos que hablaban de maldiciones y traiciones.
Tena, cuya lengua siempre hacía daño, apuntó con el índice hacia la pequeña figura que dormía en los brazos de Armyn.
—Entonces, ¡cómo explicas que tu cachorro es el único primogénito que no está enfermo! —vociferó, la voz cargada de acusación—. ¡Ella es la culpable! ¡Encarcélenla! Recuerden que nos maldijo hace años.
El rumor se transformó en gritos. Muchos recordaron la vieja historia, la sombra de la sospecha se extendió como una feria oscura sobre la manada.
Las garras del miedo se cerraban