En la enorme mansión Dubois, el jardín parecía un oasis tranquilo, pero bajo esa calma, la tormenta se desataba en el alma de Dhalia.

Caminaba con pasos pesados, sintiendo cada latido de su corazón como un golpe de martillo.

De repente, una mano firme la detuvo en seco. Luis la sujetó con fuerza, apartándola de su camino con una mezcla de furia y desprecio.

—¡Fuiste tú! —le gritó con una voz cargada de rabia—. ¡Fuiste tú quien descubrió todo!

Dhalia lo miró directamente a los ojos, sus pupilas ardiendo con una furia contenida que casi podía quemar.

Su voz temblaba, pero cada palabra era una daga afilada.

—¡Suéltame, miserable! —exclamó, liberándose con un empujón—. Durante todo este tiempo, me has engañado, me has usado como un juguete.

Luis la observó con desprecio absoluto, su mirada era como hielo filoso.

—¿Crees que te amaría? Eres insignificante —escupió—. Aburrida, tonta, siempre fingiendo ser buena. No eres más que una criada, y pagarás por lo que hiciste. Desde ahora, harás to