Un auto apareció entre la neblina de la tarde, sus faros recortando las sombras. Abril sintió de inmediato que era él. Gregorio.
En ese instante, una sensación helada le recorrió la espalda. El estómago se le hundió como si el suelo se abriera bajo sus pies, y un miedo profundo, casi paralizante, se instaló en su pecho.
Su respiración se volvió agitada, consciente de que algo irreversible estaba a punto de suceder.
Gregorio bajó del auto de un salto, con los ojos desorbitados, buscando desesperado a Abril.
Cuando la encontró, su rostro se contrajo en un gesto de horror; no solo veía a la mujer que amaba en peligro, sino también el abultado vientre que llevaba su hijo.
Esa imagen lo golpeó con la fuerza de mil cuchillos.
—¡Abril… lo siento! —exclamó, su voz quebrada, mientras sus ojos viajaban del vientre de ella al rostro de Jessica.
Jessica seguía inmóvil, aunque su cuerpo vibraba de tensión.
La pistola en su mano no temblaba: estaba fija, firme, como una extensión de su propio odio.