Abril estaba en el hospital.
La habitación blanca se llenaba con el eco de los monitores, las voces de las enfermeras y el jadeo entrecortado de Abril.
Estaba en labor de parto, con el rostro empapado de sudor, los cabellos pegados a la frente y las manos crispadas sobre las sábanas.
A su lado, Amadeo no podía ocultar el temblor de sus manos.
Se aferraba a ella como si pudiera transmitirle fuerza con el simple contacto de sus dedos.
Su respiración estaba agitada, y aunque intentaba mantenerse sereno, su corazón golpeaba con un pánico que nunca había conocido.
—¡Vamos, amor, tú puedes! —murmuraba cerca de su oído, con voz entrecortada—. Te amo, Abril, estoy aquí.
Pero ella no quería escucharlo.
El dolor era tan brutal, tan desgarrador, que las palabras dulces la irritaban.
Gritaba y chillaba, arqueando la espalda, empujando cuando la doctora se lo pedía.
—¡Puja, Abril, una vez más! —ordenó la médica, con tono firme.
Abril obedeció, apretando los dientes, mientras una punzada atravesaba