—¡¿Qué demonios le hiciste?! —bramó Abril con voz furiosa y quebrada, como una fiera herida, mientras sus ojos lanzaban dagas hacia Ernestina, quien la miraba con culpa y miedo.
Era como si toda la rabia del mundo se concentrara en esa sola pregunta, en esa acusación que resonaba en la habitación.
Mientras tanto, Dhalia apenas podía mantenerse en pie.
Su cuerpo temblaba, sus manos se aferraban con desesperación a su vientre, tratando de proteger lo que aún quedaba de su bebé.
Cada paso que daba dejaba un rastro oscuro y rojo en el suelo, y el dolor la atravesaba con una fuerza implacable.
Con voz entrecortada, casi un susurro, gritó:
—¡Abril, mi hijo! ¡Por favor, no dejes que lo pierda!
Abril sintió que el terror la paralizaba por un instante.
Podía ver la desesperación en los ojos de Dhalia, podía imaginar ese infierno interno que estaba viviendo.
Su mente giraba frenética, incapaz de procesar todo de golpe, y sintió que su corazón se rompía en mil pedazos.
Era como si la realidad m