La ambulancia llegó envuelta en un ulular constante.
El aire estaba impregnado de olor a gasolina y sangre.
Gregorio, pálido y con la camisa empapada en rojo, fue colocado con cuidado sobre la camilla. Sus labios murmuraban palabras entrecortadas que Abril no podía comprender.
Ella, con las manos aferradas al pecho, observaba impotente cómo se lo llevaban.
El corazón le golpeaba en las costillas con tanta fuerza que sentía que podía romperse. Amadeo, con el rostro tenso, la tomó del brazo y la guio hacia otro vehículo.
—Tenemos que ir al hospital. Ahora —dijo, sin apartar los ojos del camino.
Durante el trayecto, Abril no pronunciaba palabra. Su mente iba y venía entre imágenes: el disparo, la caída de Jessica, la sangre de Gregorio, el vacío del acantilado… y el movimiento de su bebé bajo la palma de su mano, como recordándole que no podía dejarse vencer.
***
Al llegar al hospital, el olor a desinfectante la envolvió de inmediato.
Una enfermera la condujo hasta un consultorio.
Amadeo