La noche había caído sobre Villa Carranza, pero no había paz en sus sombras. Desde lejos, el rugido de un motor rasgó el silencio como una herida abierta. El eco de las ruedas sobre el asfalto resonó en los corazones de los que aún resistían, pero esta vez no era una patrulla. No eran exploradores. Era él.
Roque Mendoza.
La camioneta frenó bruscamente frente al refugio. El portón metálico tembló por la fuerza del impacto. Roque bajó solo, la mirada encendida, la escopeta en la mano. Sus pasos pesaban como martillazos sobre el concreto.
—¡Santi! —gritó, con voz áspera, salvaje—. ¡Salí, cobarde de mierda! ¡Salí a dar la cara!
Adentro, el grupo reaccionó de inmediato. Las armas se alzaron. El corazón de todos latía como si fuera a romperse.
—Es él —susurró Sarah, mirando por una rendija.
Santi respiró hondo, sintiendo el temblor de la rabia acumulada desde aquella noche en la que perdió a su familia.
—No nos va a dejar en paz —dijo.
Zarella y Sofía intentaron retenerlos, pero fue inútil.