Roque Mendoza estaba sentado frente a una mesa de caoba, en su despacho en lo alto de la mansión. La habitación olía a tabaco rancio, pólvora y cuero viejo. Afuera, Danma City seguía girando… pero no como antes.
Las noticias llegaban como moscas al cadáver: vagabundos hablando de una rebelión, soplones que no sabían a quién temer más, antiguos aliados ahora en silencio. Había una palabra que se repetía en todos los informes: Santi.
Ya no era un chico escapando. Era el símbolo de algo. Una chispa encendida en el polvo seco de una ciudad cansada.
Roque apretó los puños sobre la mesa. El cuero crujió bajo sus nudillos.
—La ciudad huele diferente —murmuró—. Como si ya no tuviera miedo.
Frente a él, dos hombres de su confianza bajaban la vista, incómodos. Ya no estaba Gerardo. Ya no estaba el Flaco. Ya no estaba Silvio.
Y por primera vez en mucho tiempo, Roque se sintió solo.
Se puso de pie lentamente. Su sombra cayó larga sobre el escritorio. Caminó hacia la ventana y observó las l