El sol apenas asomaba entre las ruinas cuando Sarah y Zarella se detuvieron. Indira dormía en los brazos de Sarah, envuelta como un susurro. Habían avanzado por pasajes olvidados, sorteado barricadas y cruzado calles fantasmas. El aire olía a gasolina vieja y a miedo. La vieja fábrica que mencionó el chico estaba cerca.
—Por acá —susurró Zarella, guiando por un corredor estrecho entre dos edificios vencidos.
Pero algo no encajaba.
Sarah lo sintió primero: ese silencio tenso que precede al desastre. El eco de pasos que no eran suyos. Las sombras que se movían más rápido de lo que debían.
Y entonces, la voz.
—Nunca aprendés, Sarah.
Desde el otro extremo del pasillo apareció Silvio Mendoza, hermano menor de Roque. Sonrisa torcida, gafas oscuras, y una escopeta colgando del hombro como si fuera un adorno más. A su lado, dos matones armados, con la mirada vacía de los que ya cruzaron demasiadas líneas.
—Veo que seguís cargando con los muertos —señaló a Indira con desprecio—. Y con e