En los pasillos agrietados, en las esquinas ahogadas por neón sucio y humo de cloaca, el rumor crecía.
Al principio, fue apenas un susurro entre traficantes de órganos y contrabandistas de armas: Un pibe los cagó. Solo, con explosivos caseros y dos minas, hizo mierda a media tropa de los Mendoza. Algunos se rieron, claro. Otros negaron con la cabeza. Pero las palabras se esparcieron igual.
En los bares clandestinos del sur, donde la muerte era rutina, alguien lo dijo con voz temblorosa:
—Ese chico… se llama Santi. Sobrevivió a la masacre de los Mendoza. Y ahora… ahora los está cazando.
Y ahí, algo cambió.
No era miedo. No todavía. Era algo más raro. Más peligroso.
Esperanza.
Porque si un pendejo con nada que perder podía golpear a los Mendoza… entonces tal vez, solo tal vez, no eran tan invencibles como todos creían.
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Sarah avanzaba entre los escombros de un antiguo centro médico, con Indira en brazos. La chica temblaba aún entre sueños febriles, la piel pálida, la respiración forz