La lluvia caía sobre Danma City como una maldición persistente, lavando la sangre de las calles sin borrar el rastro de la vergüenza. En lo alto de una torre de concreto y vidrio oscuro, Roque Mendoza observaba la ciudad con los dientes apretados y las manos temblando de furia.
—¿Me estás diciendo que se escaparon? —escupió, girando lentamente hacia sus hombres.
Frente a él, tres sicarios sudaban frío. Uno de ellos tenía el brazo en cabestrillo, la ropa todavía manchada con el hollín de las explosiones en los túneles.
—No fue culpa nuestra, patrón —dijo el más valiente—. Ese pendejo... Santi... hizo volar medio pasaje. Nos atraparon con trampas, explosivos caseros, fuego cruzado...
Roque golpeó la mesa con ambos puños. El vidrio tembló. La lámpara se balanceó.
—¡Tenían una niña enferma y dos minas mal armadas! ¡Y ustedes, un ejército de cabrones con rifles automáticos y visión térmica! —gritó, fuera de sí—. ¡Nos hicieron ver como idiotas frente a toda la puta ciudad!
El silencio