Oscuridad.
Un frío húmedo le calaba los huesos. Cada respiración era un cuchillo, cada segundo, una lucha contra el abismo. El concreto bajo su cuerpo estaba empapado, quizás por su propia sangre. Santi no lo sabía. No sentía ya el dolor, solo una presión sorda en el pecho, como si el tiempo mismo estuviera a punto de aplastarlo.
Los sonidos del combate se habían desvanecido. Ya no había gritos, ni disparos, ni explosiones. Solo silencio. Un silencio absoluto que parecía provenir de otro mundo.
Y entonces, la vio.
Camila.
Su hermana estaba ahí, de pie entre la neblina que flotaba en el túnel derruido. Vestía aquella blusa blanca que solía usar en casa, antes de que todo se fuera al carajo. El cabello oscuro suelto, los ojos dulces y enormes. Sonreía.
—Hola, Santi.
Él quiso hablar, pero la garganta le quemaba. Solo logró un susurro roto.
—¿Camila?
Ella asintió, acercándose. Sus pasos no hacían ruido. Era como si flotara. Como si perteneciera a un lugar donde ya no existía el d