Los neumáticos crujían sobre la grava suelta del camino mientras la camioneta blanca se alejaba de Danma City a toda velocidad. Dentro del vehículo, Zarella iba atada de pies y manos, con un trapo sucio anudado que le cubría la boca. Sus ojos grandes, humedecidos por el llanto, miraban sin comprender lo que sucedía. Su respiración era un jadeo corto, salpicado por sollozos contenidos.
En los asientos delanteros, dos hombres reían con esa carcajada hueca que tienen los cobardes cuando sienten que su presa no puede defenderse. Uno, un tipo delgado con la nariz rota que se llamaba Gordo Damián, miraba por el retrovisor cada tanto solo para regodearse del terror de la niña. El otro, Claudio, un ex guardia de los Mendoza, jugaba con un cuchillo oxidado entre los dedos.
—¿Te das cuenta lo fácil que fue? —dijo Claudio, dándole un codazo a su compañero—. ¡El mismísimo Santiago se comió el cuento de ese idiota de Carlos! ¡Ja! Y ahora tenemos a la mocosa.
—Iván nos va a llenar los bolsillos, am