Santi abrió los ojos con un quejido. Al principio no entendía dónde estaba; el techo desconchado y las maderas torcidas del refugio parecían un borrón borroso que apenas se aclaraba. Sentía el cuerpo como si hubiera dormido una semana entera sobre piedras, con los músculos tensos y la cabeza palpitando.
Respiró hondo. El olor a humedad, a leña vieja y a tela áspera le resultó casi reconfortante. Entonces sintió algo suave sobre su frente: la mano de Sarah. Estaba sentada a su lado, con el rostro exhausto pero iluminado apenas lo vio despertar.
—¡Santi! —exclamó, bajando la voz de inmediato para no alterar a las niñas que dormían en otro rincón—. ¿Cómo te sentís?
—Como si un tren me hubiera pasado por encima… pero vivo —respondió, intentando esbozar una sonrisa.
Sarah soltó una risa entrecortada y apoyó la frente contra la suya.
—No sabés cuánto me asustaste. Estuviste delirando toda la noche.
—¿Dije algo comprometedor? —bromeó débilmente.
—Solo gritaste nuestros nombres… y que no ibas