Alejandro la recogió en su apartamento conduciendo un BMW azul marino que olía a cuero nuevo y a su colonia —algo fresco, sin las complicadas capas olfativas del perfume de Daniel—. El restaurante era exclusivo, ubicado en las afueras de Madrid, con vistas a colinas ondulantes que se extendían como un mar verde bajo el cielo despejado.
—¿A qué te dedicas? —preguntó Lucía mientras el camarero les servía vino blanco que brillaba como oro líquido en las copas de cristal.
—Arquitecto —respondió Alejandro, sus ojos brillando con pasión genuina—. Diseño espacios que hagan que la gente se sienta... libre.
La palabra libre resonó en el aire entre ellos como una campana. Lucía sintió una punzada que no supo si era de culpa o de anhelo.
Después del almuerzo, caminaron por las zonas rurales mientras el cielo se teñía de púrpura y las primeras estrellas comenzaban a emerger como diamantes esparcidos sobre terciopelo negro. El aire era fresco, cargado del aroma de lavanda silvestre y tierra húmeda