Lucía se había convertido en una espía involuntaria en su propio territorio laboral. Desde su escritorio de cristal templado —una extensión transparente del poder que hasta hace días había admirado sin reservas— observaba a Daniel como un entomólogo estudia una especie en mutación. El despacho del CEO se había transformado en un teatro donde cada llamada telefónica era una actuación, cada gesto una revelación.
La luz del atardecer madrileño se filtraba a través de las persianas venecianas, creando barras doradas que se quebraban contra el rostro de Daniel mientras hablaba por su teléfono encriptado. Era un claroscuro renacentista: luz y sombra definiendo los planos de un hombre que navegaba entre dos mundos con la fluidez de quien ha perfeccionado el arte de la duplicidad.
Su voz —esa voz que había dirigido reuniones de directorio y pronunciado discursos en conferencias internacionales— se había vuelto líquida, seductora, peligrosamente familiar. Era el tono exacto que Marco habría us